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JUAN CARLOS LÓPEZ CASTRILLÓN
Hace dos días fue viernes de crucifixión y tuve la ocasión de sentir, mientras alumbraba en la procesión del santo sepulcro de Popayán, cómo el golpe del tambor en sus distintos compases marcaba el paso de la banda de música y de todos los participantes en ese imponente desfile sacro.
Al oírlo, caminando con un cirio en la mano, validé algo que vi esta semana en youtube sobre el poder de la música, y en lo determinante del primer sonido que los seres humanos detectamos: el latido del corazón de la madre que nos alberga en su vientre.
Esa relación placentera y segura del pum pum pum que durante meses nos acompaña en nuestro proceso de nacer, nos marca para toda la existencia; y lo seguimos reconociendo intuitivamente en todo lo que percibimos a través de los sentidos.
Por eso, volviendo a la procesión, les di la razón a los indígenas sioux de Norteamérica cuando dicen que «el tambor es la voz de mi corazón».
Ello me sirvió para ratificar por qué la Semana Santa en el mundo cristiano mueve tanta adrenalina. En el fondo es una gran carga de latidos de tambor, de corazones que palpitan por fe, pero también por mucha pasión, que es la misma que sienten en esta época los costaleros de la Esperanza de la Macarena y los cargueros que van debajo de un barrote en cualquier parte del mundo.
Pasión, eso es lo que marca la diferencia entre el que gana y el que pierde en un mundo cada vez más competitivo. Algunos lo llamarán compromiso, ganas, hambre, pero termina siendo lo mismo. Es lo que mueve al atleta a esforzar el músculo a tope para sacar un segundo de ventaja o el que trabaja productivamente una hora adicional para ir más allá de cumplir con la tarea. De nuevo la frase «el universo premia la acción, no el pensamiento».
Siguiendo con nuestra procesión, la de la vida, vemos cómo las sensaciones se traducen en más o menos pulsaciones, finalmente percusión. Pasamos del cadente sonido del Guasá al frenesí de una descarga de batería. El pulso se mueve y se expresa en latidos de tambor.
En definitiva somos más emoción que raciocinio, por eso los que van adelante son los que mejor transmiten. Traducido a colombiano se diría que son “los que mueven la aguja», o “los que nos mueven el piso».
En la política podría leerse como estar conectados con la gente, subirse a la ola de lo que la mayoría quiere, es el talento de saber interpretar el imaginario colectivo, casi siempre para asegurar o mejorar el bienestar. Algunos sociólogos llaman a esto el nuevo espíritu de supervivencia.
Es cierto también que a veces, a golpe de tambor, nos dejamos arrimar al abismo; la historia está llena de pueblos que se han desbarrancado, pero también son más los ejemplos de rectificación para no seguirla embarrando. Esa es la esperanza.
Un buen ejemplo aterrizado de las emociones en torno a todo lo anterior es pensar en los líderes de Colombia y el mundo que marcan la pauta y ¿díganme si los que son referentes no son los que aceleran el pulso? Tanto para ser queridos, como para ser odiados. Esos son los que van adelante.
El problema es cuando recordamos a ciertos personajes de lo público que nos resultan planos, como la raya horizontal de la imagen diagnóstica que significa que todo ha terminado. Es lo que le pasa a ciertos mandatarios que están en los últimos meses de su función y con angustia ven que van de salida sin pena ni gloria, sin generar un sólo latido de tambor.
Posdata: «tierra oigo tu corazón latir». Es la percusión.
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