Poco había hablado con ella; es decir, varias veces me la había encontrado en los ascensores y en todas las ocasiones era solo un cruce de palabras. Sabía que pertenecía al área financiera por el piso donde se bajaba y la gente con la que solía almorzar. Sin embargo puedo decir que me caía bien. Me gustaba ver esa soltura con la que caminaba, la forma en que sonreía al saludar, su desparpajo cuando estaba rodeada de sus amigos. Por eso esta semana, cuando vi que llegó a la cafetería donde me encontraba desayunando, me salió muy natural saludarla e invitarla a que se sentara conmigo en la mesa. Entonces vinieron las preguntas de rigor sobre cómo estaba terminando nuestro año laboral, a dónde iríamos en vacaciones y lo mucho que se descongestiona la ciudad en diciembre.
A ella le encantó saber que yo era de Popayán; porque tengo un tío que vive allá, me dijo, se fue hace más de diez años porque se enamoró de una caleña que había viajado a la ciudad para montar un restaurante de comida típica. Si se hubiera quedado acá, de seguro sería un empresario muy exitoso, aseguró enarcando un poco las cejas, como si ese gesto dotara de convicción sus palabras. El tipo, según me contó, abandonó un proyecto mercantil interesantísimo por irse tras las curvas de la caleña. Pero está feliz, le dije; pues sí, contestó, con un gesto impreciso que hizo con la boca. Luego me contó algo que me sorprendió. Ella tiene un hijo de diecisiete años. Me sorprendió porque ella es bastante joven, tal vez cruzó los treinta hace solo un par de años. Sebitas es mi vida, aseguró, no sé qué sería de mí sin él, es mi hijo pero también mi compañerito para todo. Después aseguró que, si no hubiera quedado embarazada tan joven, de seguro estaría viviendo fuera de Colombia; porque mi sueño siempre fue viajar, conocer otras culturas. El padre del niño nunca respondió pero eso a ella no le importa; mejor así, me dijo, Sebitas todo para mí. La conversación con mi amiga siguió por un rato más y después cada uno se metió de narices a esa nube gris que es la jornada laboral, esperando que pasaran las horas y nos arrojara intactos al final de la tarde para ir a casa a comprobar cómo el día termina de extinguirse. Pero durante el día no pude dejar de pensar en esa conversación, en el tío de ella a quien el amor le cambió el rumbo de su vida, o en ese hijo que, pese a que la hace muy feliz, aún el peso de sus diecisiete años no consiguen borrar la vida que habría tenido lugar si él no asoma su cabeza en este mundo.
Entonces me puse a pensar que nuestras vidas están llenas de pequeños despojos. Cada paso que damos es también un paso que no dimos en cualquier otra dirección. Cada alternativa que escogimos es también una más que desechamos. Pensé también que aquellos caminos que no tomamos seguirán insinuándose por siempre, como una sombra insidiosa y obstinada en custodiarnos. Nunca sabremos qué esperaba por nosotros en las otras direcciones, y esa ignorancia es más contundente que la certeza de lo que ya vivimos. Dice el escritor español Marcos Giralt Torrente en uno de sus cuentos, de la obra El final del amor, lo siguiente: “Ya se sabe que una poderosa tentación de la memoria es identificar aquellos instantes en los que todavía hubiese sido posible modificar el curso de los acontecimientos”. Tal vez por eso mi nueva amiga, con quien hemos quedado de almorzar un día de estos, aún piensa en lo que habría sido la vida de su tío si el amor no le toca el hombro para señalarle otro destino. Esa obstinación de la memoria de la que habla Giralt Torrente nos recuerda a cada tanto los caminos a los que renunciamos, aquellos despojos que también definen nuestra vida. De tal manera que el hubiera sí existe, contrario a lo que muchos piensan; si no es así, quién es entonces ese duendecito que, henchido el pecho y la cara golosa, se encarga de recordarnos lo que hubiese sido de nosotros si…
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