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ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ
José Fouché fue el perfecto burócrata, el maestro del clientelismo. Antimonarquista y ateo revolucionario en la Francia de 1791, fue moderado en el bando de los Girondinos y luego radical con los Jacobinos, policía bonapartista cuando Napoleón triunfaba, burócrata antibonapartista cuando Napoleón estaba en derrota, y finalmente monarquista y religioso cuando acumuló el suficiente dinero. Durante todas estas facetas contradictorias se preocupó por perseguir a sus antiguos aliados y amasar una gran fortuna. Ha sido el modelo de los politiqueros, su objetivo era mantenerse rico y en el poder a toda costa.
Zweig lo calificó como “el genio tenebroso”, siempre en el poder gobernara quien gobernara, comprometido en persecuciones, golpista, ministro, policía, espía, traidor, manteniéndose en las sombras, de bajo perfil, pero manejando los hilos de cuidadosas tramas urdidas bajo presiones, chantajes y utilizando las informaciones privilegiadas de que disponía.
Fue el paradigma de la traición política, y ha tenido sus émulos en todos los escenarios de intrigas políticas y espionajes (hoy chuzadas, cohechos, corrupciones), quienes muy seguramente aparecen en los periódicos ante la opinión pública como “poseedores de un gran olfato político”. Pudiera pensarse que este arquetipo negativo del dirigente o del contratista, contradictorio, inconsistente con lo que no sean sus intereses personales, con una gran codicia pero también con una gran falta de carácter, pudieron estar personificados en nuestro hombre de las leyes y en muchos tecnócratas del derecho, o en el regenerador de 1886; regionalmente podría haberse apoderado del espíritu del gobernador-paramilitar que tuvimos o de muchos otros gobernadores y jefes políticos naturales; y localmente será evocado en las mentes de varios alcaldes pasados y presentes.
También serían perfectos burócratas –en el peor de los sentidos- muchos funcionarios, inversionistas, contratistas, magistrados, jueces, y algunos académicos, quienes se justifican a partir de las legitimidades heredadas de las que hablara Max Weber (eso siempre ha sido así, dirán), y se ufanaran de haber llegado al poder y sostenerse en los cargos gracias a amiguismos y clientelismos. Estos sinuosos personajes persiguen acumular riquezas a nombre propio o con testaferros participando de las corrupciones, o aspiraran solo a jubilarse y dedicarse a no hacer nada; ellos consideran que sus intereses personales están por sobre los ciudadanos y que es válido realizarlos aprovechándose de sus transitorias posiciones de poder o de las informaciones que hayan podido comprar, y, en fin, viven reproduciendo prácticas de traición o de abandono a las ideas y partidos que inicialmente sostuvieron para asumir posturas diametralmente opuestas a eso que alguna vez representaron.
Lo contrario al “estilo Fouché” es la práctica de la democracia real: trabajar para que el interés general prime sobre el individual; centrar la eficacia de las normas y las políticas en la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales; aplicar dichas normas y políticas de manera eficiente, es decir, sin derrochar recursos ni energías.
Pero, la verdadera solución a estas perversidades no está en la voluntad individual: males y vicios como los generados por los Fouchés se resuelven con las condenas justicieras de las comunidades organizadas y las transformaciones de la política y del Estado.
Apuesto a que cada uno de nosotros conoce al menos un Fouché.
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