“El ciudadano del común rechaza la corrupción del que la obtiene, de quien la ejecuta y de los mercaderes que la distribuyen, sin asumir partido, y actúa como un ciudadano rebobinado por el establecimiento”.
La emancipación ha sido una conducta individual y colectiva en la vida de los pueblos. La Revolución Francesa y la Revolución de Octubre fueron escenas vividas en esa dirección.
La historia concibe los dos procesos como utopías universales que modificaron el mundo, que rompieron con la vida societal del planeta y produjeron un distanciamiento ético y estético con los poderes dominantes.
La lógica despótica y arbitraria de cada uno de esos momentos históricos produjo una ruptura con los tejidos que ejercían una tensión inamovible y el sentido del orden eterno se desplomó frente la ceguera de los incrédulos. Por la base, bien por la acumulación de fuerzas económicas o subjetivas se originaron lentos procesos de agrupación intelectual que hicieron posible una forma nueva de mirar el mundo.
Eran tiempos en que se aniquiló al contradictor, se arrasó el pensamiento libertario y se sometió a la destrucción y muerte de los sujetos que no acataran y consumieran los códigos y normas preestablecidas.
El dislocamiento de los esquemas prevalecientes inspirados en la razón y en la dialéctica planificadora, cayeron en la opacidad política, rompieron con el sentido invocado para atraer al hombre nuevo y al salirse de los rieles crearon un caos y perplejidad que hoy la razón dominante o rebelde no entiende.
En esa perspectiva, lo que ocurre en el mundo no es diferente al malestar que ocurre en Colombia: los compromisos ciudadanos han perdido su rumbo; los horizontes de la deseabilidad han perecido y la pretensión de crear universos homogéneos, ortodoxos y conformes no es más que una discursividad utópica, absorbida por los intereses económicos de los grandes bloques que se disputan el poder.
El debate de la ética, el debate de la conducta moral y el debate de la ciencia moral ocupan los más altos sitios en la toma de decisiones políticas, debates que en nuestro país pasan por los intereses creados y la disolución moral del otro, formulados no desde la ética política sino desde la antropofagia, el sarcasmo, la rechifla o la burla.
La izquierda, para darle un rótulo al pensamiento político, tuvo a brillantes voceros, pero sus teorías, como las de Carlos Gaviria y Carlos Pizarro, entre otros, no crearon las condiciones para que predominaran los criterios políticos sobre el emplazamiento de la violencia, esta vez reequipada con refinados dispositivos criminales que asesinaron a sus brillantes voceros.
Hoy lo que existe en el país es una democracia clientelar, alimentada desde y por el Estado, tejida por los partidos tradicionales, contaminada por las religiones, fundada por la partidocracia, donde una camarilla anticuada se ha impuesto por la vía del capital, los instrumentos comunicacionales en poder de la empresa privada y los férreos tejidos del Estado.
La tribuna política de la democracia ha dejado de existir, lo que suponía una mediación de los partidos en el poder para atender las demandas sociales se desactualizó irreparablemente y el modelo quedó a la vera del camino como un escollo insuperable.
La inviabilidad histórica de nuestra nación, decimos nuestra no porque tengamos sentido de pertenencia sobre ella, se evaporó en el anacronismo y tanto el mito del ciudadano participante como la voluntad del Estado quedaron gravemente deformados.
No existe una corriente nacional que nos ofrezca futuro, mantenga expectantes, empuje a lo desconocido e invite colectivamente a la vivencia y construcción de un mundo que interprete la utopía del cambio.
Pese a la crisis de credibilidad en el establecimiento, sus prácticas políticas tradicionales no son rechazadas plenamente y son utilizadas clientelarmente para representar a actores anacrónicos que tienen el compromiso de perpetuar el ‘contrato social’.
El efecto narcótico de la corrupción se ha desplomado pero no está herido de muerte, aunque el letargo nacional puede hacer tránsito a la inconformidad general.
El ciudadano del común rechaza la corrupción del que la obtiene, de quien la ejecuta, y de los mercaderes que la distribuyen, sin asumir partido, y actúa como un ciudadano rebobinado por el establecimiento.
Los voceros que tienen rótulos de izquierda, unos; nacionalistas, otros; populistas, otros y progresistas; otros, tienen la obligación moral de unirse en una sola matriz ideológica que sustituya el discurso publicitario, el vaciamiento del pensamiento nacional que realiza la centralidad dominante, que con sus espacios de la trivialización de ‘lo político’ y el poder massmediático, se resisten a trasformar la vida institucional del país.
Si no podemos unirnos, si no podemos vencer el mercado de la imagen, si no podemos enfrentarnos a la cultura informacional, nuestras contradictores serán apenas unas figuras simbólicas en el parlamento, pero no dirigentes que cumplan el rol histórico de construir un país soberano. Hasta pronto.
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