@anaruizpe
Desde el palacio Tishrin, la residencia oficial del presidente en Damasco, Bashar Al Assad debió observar por la ventana la insólita escena de un grupo de jóvenes universitarios que se manifestaban en la calle pidiendo democracia para Siria. Era el 2011 y ahí como en Túnez, Argelia, Egipto o Libia, corrían vientos libertarios que con el esperanzador nombre de “Primavera árabe” mostraban al mundo cómo, con el poder de convocar vía chat, los pueblos podían derrocar las tiranías.
Pero Bashar no estaba dispuesto a dejar el poder, y menos a las malas. A la muerte de su padre -el jefe de un régimen de partido único por 30 años, el joven Al Assad asumió en el año 2000 las riendas del gobierno como quien hereda la corona del reino, en un país que nunca ha conocido la democracia, en el que no aplican separación de poderes, derechos ciudadanos ni rotación por elecciones. Un país situado en una coordenada álgida de la historia con la geografía, en la mitad entre los pozos de petróleo y los puertos de embarque del mediterráneo; ahí donde, como dice Diana Uribe, la gente se muere bombardeada por geopolítica.
Lo que empezó como la represión de Al Assad a unos manifestantes moderados que querían tumbarlo, se convirtió en 6 años ininterrumpidos de guerra civil que han ido escalando a medida que las fuerzas enfrentadas toman territorios, o son expulsados de ellos; a medida que se alinean las fuerzas externas, los vecinos y las potencias. Las fuerzas que se enfrentan son el ejército sirio de defensa de Al Saad, por un lado; y por el otro las fuerzas de oposición, una manotada de grupos y facciones que cubren todo el espectro sunita, desde los moderados hasta el Estado Islámico o Al Nusra, financiado por AlQaeda.
La hecatombe que cayó sobre este pueblo ha sido de dimensiones apocalípticas. En Siria todos los ejércitos han utilizado armas de destrucción masiva, bombardeos aéreos indiscriminados, ataques químicos con agentes nerviosos, misiles teledirigidos.
Tumbar a Al Saad ha significado una guerra que deja hasta este año, según cálculos de Naciones Unidas, 400mil personas muertas, 13 millones a la espera de ayuda humanitaria y 5 millones desplazadas, de las que huyen buscando a Turquía y quedan hacinadas en asentamientos que bordean la frontera cerrada; o a Europa, y van a parar al fondo del mediterráneo. El 70% de la población no tiene acceso a agua potable y una de cada tres personas en Siria no consume alimentos básicos.
6 años después Bashar Al Assad sigue atrincherado en Tishrin, financiado por Rusia, respaldado por Irán y con nuevos buenos amigos como Corea del Norte. Sigue diciéndole al mundo que atornillado a su trono civil evita que los extremistas terroristas lleguen al poder. Y que él no tiene armas químicas desde hace 4 años, cuando su gobierno firmó, a instancias de Barack Obama, el Tratado sobre la no proliferación de armas químicas.
“Es mentira”, dicen Trump y sus 48 aliados, entre ellos Israel, Francia, Alemania, Reino Unido y hasta el lambón de Juan Manuel Santos, quienes aseguran que el gas sarín utilizado esta semana para matar a 86 civiles fue disparado desde aviones del ejército sirio, como si hubieran sido testigos del momento en que se oprimió el botón de la infamia.
Lo que se sucedió el 4 de abril pasado con ese espantoso ataque con gas sarín en Idlib desencadenó acciones que cambian las dinámicas y la alineación de fuerzas del mundo; 48 horas después, de manera sorpresiva, unilateral e inconsulta, Trump el justiciero lanzó 59 misiles Tomahawk contra una base aérea del ejército sirio, con el argumento peregrino de que así se evitarían más ataques con químicos, cambiando radicalmente la postura de Estados Unidos frente a esta guerra.
“Es una acción descarada y errática” dijo el comandante del ejército sirio; “una agresión contra un país soberano, que hace más tensa la relación con los Estados Unidos”, dijo Rusia; “haré lo que sea necesario para proteger a los niños inocentes”, repite con poco convincente conmiseración el presidente de los Estados Unidos, que al lanzar los misiles dio un giro bélico que nos pone, al mundo entero, al filo de la guerra mundial.
Dicen que en el inicio de los tiempos, en la tierra donde se construyó Damasco, quedaba el jardín del edén bañado de manantiales, entre frutales y aromas de jazmín. Desde ahí, Bashar Al Assad sigue mirando por la ventana del palacio de gobierno cómo su pueblo cae por bombas, por químicos y por hambre, mientras él planea estrategias de defensa en ruso y protagoniza un apocalipsis que está arrasando por siempre con el paraíso, como advirtiéndonos a todos: no hay esperanza de sensatez para los seres humanos.
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