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    El angurriento

    SIGIFREDO TURGA ÁVILA

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    Invito a mis queridos lectores a que analicemos el siguiente supuesto caso, no muy alejado de la vida real.

    Doña Anita, mujer joven y amorosa con sus hijos, le entrega a Jacinto, el mayorcito, $150.000 para que los comparta con sus otros tres hermanitos. Sin mediar más información.

    En su condición de ser el mayor, Jacinto se considera con el derecho a la mitad y el resto se lo entrega por partes iguales a sus hermanos. $75.000 para él y de a $25.000 para cada hermano.

    Surgen varias inquietudes en este caso. Por ejemplo, ¿Doña Anita sí se interesó en saber cómo aplicó esos recursos Jacinto? De enterarse ¿qué actitud tuvo?, ¿Qué actitud fue la de los hermanos?, ¿Explicó Jacinto a sus hermanos su decisión?, ¿Invitó Jacinto a sus hermanos para que entre todos tomasen la decisión de cómo aplicar esos recursos destinados para todos?

    Por los datos evidentes, puede quedar como un saborcito amargo y concluirse que Jacinto se dejó llevar por la codicia, la avidez, la ventaja, es un angurriento.

    Una madre inteligente con sana intención de educar, le pediría explicación de sus actos a Jacinto y al final lo llamaría a reflexionar la necesidad personal, familiar y social de no ser ventajoso, de no ser angurriento. De seguro que Jacinto lo pensará más de una vez antes de cometerlo.

    Pensemos si alguna vez hemos sido angurrientos, o si conocemos algún caso de personas que lo han hecho o lo acostumbran practicar, porque creo que, ante la crisis actual que agita al mundo por un virus, vale la pena pensar en esta conducta humana.

    No nos espantemos si encontramos que la sociedad actual se vino formando favoreciendo al angurriento, incluso hasta la Universidad diseña profesiones y las pone al servicio de quienes ya lo son y quieren perfeccionarse o de quienes no siéndolo, puedan convertirse en mejores practicantes para beneficio de la angurria.

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    Es tan actual y fuerte esta mentalidad, que las personas suelen integrarse para fortalecerla, incluso construyendo aparatos formales o informales, legales o ilegales, llamados partidos políticos, religiones, empresas o sociedades de diversas modalidades, todas dirigidas a acrecentar la avaricia, la ventaja, el atesoramiento.

    Y entre más fortalecida sea esa angurria, más intenso es aquello de que “el fin justifica los medios”.

    En Colombia se construyen leyes, justificando como lo mejor, que pequeños grupos de individuos se apropien de todos los recursos y manejos de la salud, de los servicios públicos domiciliarios o de las pensiones, para ser manejados al antojo de angurrientos asociados. El 99.9 por ciento de colombianos somos sus víctimas hoy en la emergencia.

    Pero como la angurria a través de la historia ha superado cada vez más su voracidad, aprendimos que la naturaleza está a su servicio, sobre todo de la de los humanos más voraces que se vinieron adueñando del poder de decisión.

    En Colombia la minería del oro del pequeño sano artesano, que solo lo hacía con placer porque con ello podía vivir, fue despreciada por la mentalidad angurrienta. Para liberarse de obstáculos, se dictaron leyes que le garanticen a la bolsa del angurriento acrecentarse, incluso sometiendo al pequeño minero a su servicio o retirándolo del medio que le garantizó su existencia.

    Se ha llegado en Colombia a extremos por todos conocidos, en los que increíblemente se legisla para que se haga minería que le destruye las fuentes de agua a millones de habitantes de grandes ciudades.

    El narcotráfico es otra aplicación de “el fín justifica los medios” que necesita la angurria para satisfacerla.

    La Angurria entonces, se convirtió en un virus pandémico autodestructivo de la propia sociedad.

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