De cuando en cuando, particularmente en épocas preelectorales, en la región y en el país, adquiere fuerza la intención y/o propósito, implícito o explícito, de renovación política, tanto al interior de los partidos como fuera de ellos, los primeros motivados por un cambio en sus estructuras y prácticas, ante la eternización de los dirigentes de sus colectividades, los cuales se han perpetuado por años en los cargos de dirección, no permitiendo que emerjan nuevas figuras políticas que remocen el pensamiento y el actuar del correspondiente partido; los segundos por aquellos ciudadanos preocupados por la suerte de sus regiones o cansados y/o desengañados con los representantes políticos o gobernantes en los que, en su momento, confió, dándoles su voto, y de esta manera acariciar la esperanza de lograr avances importantes en los niveles de bienestar y prosperidad de los habitantes de la respectiva entidad territorial o país.
Son muchas las interpretaciones que se le ha dado al término renovación, a partir de su significado: “la renovación siempre está orientada a la mejoría o actualización de algo”, lo cual indica que siempre está asociada a cambios positivos. En el campo de las especies se da de manera natural, muchas veces conocido como evolución, y en no pocas actividades humanas, se asocia a conceptos tales como crecimiento, transformación o revolución; pero cuando se trata del campo de la política, éste se ve alterado por el juego de intereses que subyacen en los partidos o movimientos políticos, los que están mediados por la lucha de poderes, en el que han centrado su accionar político, dejando a un lado el propender y garantizar el bien común en la sociedad, uno de los fines centrales de la política desde sus orígenes.
La poca solidez de nuestros partidos y colectividades políticas, debido a la pérdida de idearios filosóficos e ideológicos que les daba identidad, y a la inversión de sus fines y propósitos por el usufructúo del poder per sé, no ha permitido que en su seno tengan presencia a plenitud los procesos democráticos, mediados por el establecimiento de espacios para el trabajo pedagógico paciente y denodado a fin de promover y alentar la renovación política de sus miembros, particularmente de los jóvenes, hombres y mujeres, con el propósito de generar más y mejores liderazgos; la figura del “cacique”, muy popular en nuestro medio político, para significar que es el que manda y a quien hay que obedecer, ha impedido avanzar en la tan anhelada renovación y con ello ver diluida la posibilidad de que los partidos se fortalezcan y consoliden, con consecuencias funestas para la democracia propiamente dicha y para la gobernanza.
La renovación política, a pesar de los esfuerzos que se vienen adelantando desde el mundo académico, mediante procesos formativos en ciencias políticas y afines, para coadyuvar a formar una generación que dimensione la importancia de la política en la actualidad y como puede, con conocimientos y argumentos sólidos, poner toda su capacidad en el fortalecimiento de nuevos liderazgos, en el ejercicio transparente y ético de la política y en el manejo pulcro de los recursos públicos, intencionalidades que, en no pocos casos, sucumben ante el ‘aprendizaje acelerado’ de todo tipo de mañas, artilugios y argucias de una clase política que, sin rubor alguno, ha hecho de esta noble actividad un negocio lucrativo, cuando, con motivación y entusiasmo han podido llegar a cargos de representación popular, generándose ahí en déficit profundo en los procesos de renovación, los cuales se hacen cada vez más necesarios en regiones como el Cauca, en donde históricamente los “cacicazgos” han sido y son los que definen el quehacer político, posando como expresión viva de la ‘renovación política’ utilizando “nuevos” lenguajes, pero que en el fondo dicen lo mismo, logrando con esto ‘cazar’ incautos. Acuñándose e interiorizándose en el subconsciente colectivo la expresión: «mejor malo conocido que bueno por conocer», estas son las cosas que definitivamente no nos dejan crecer como región.