Ya habían pasado varios años desde el último extenso paro de docentes oficiales en nuestro país. Muchos de aquellos estudiantes que convivieron con esas protestas laborales y que se quedaron por semanas fuera de las aulas, de seguro hoy son ya personas maduras cuyo cese de actividades actual les debe traer recuerdos.
Si nos sustraemos a esa década, a comienzos del presente siglo, nos encontramos con que las exigencias de los maestros del sector oficial son muy parecidas a las actuales, resumidas tal vez en el mejoramiento salarial, basado en conquistas y promesas gubernamentales de anteriores logros sindicales.
Aquel conflicto, como en el actual, trajo a colación el tema de la calidad de la educación pública. En aquella época también se comparó nuestro país con otros de la región y hasta con los europeos, quedando la preocupante evidencia de nuestro nivel educativo, hablando de Colombia en general.
Y no es para menos, porque desde aquel entonces, como ahora, la educación, particularmente la pública, siempre ha dejado mucho que desear. Los estudiantes que logran culminar el ciclo medio llegan tan mal preparados para asumir la educación superior, que las tasas de deserción superan el 50% de todos los matriculados en las universidades públicas del país; los niveles de razonamiento abstracto, comprensión y habilidades en la lectura son tan bajos, que la comparación entre los resultados académicos entre los estudiantes de las universidades públicas y las privadas obedecen más a la diferencia entre las cohortes de estudiantes que a la excelencia de la educación ofrecida.
Pero, volviendo al presente, pensamos en voz alta y les damos la razón a los profesores cuando reclaman mejores salarios y reconocimiento por parte de la sociedad. En países con altísimos provechos como Finlandia, son los maestros profesionales de alto reconocimiento y gran rendimiento. En esto estamos de acuerdo con las peticiones de los educadores. Pero con la misma moneda no podemos aceptar que los profesores no sea evaluados para garantizar que quienes ejercen esa bella profesión sean competentes y logren desarrollar las potencialidades que tienen los niños que a su cuidado entregan los padres, confiados en que se les está ofreciendo la mejor educación posible.
Para certificar una mejor calidad en la educación, es clave que se pueda evaluar a quienes imparten conocimiento. Eso sí, con criterios de calidad y no con politiquería, que es como actualmente se manejan muchas plazas de docentes en los departamentos y donde el sistema es certificado.
Confundir educar con adoctrinar, entender la educación como un centro de pensamiento político, sacar a los niños a la calle para que defiendan los salarios de sus profesores, trasformar la formación en una trinchera de lucha para defender una ideología, cualquiera que ella sea, es un atropello a los derechos de los niños.
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