VICTORIA PAZ ABLANQUE
Era un día soleado de verano en el 2015, mi madre, mi hijo y yo caminábamos por las calles de Berlín, salimos del costado sur de la Puerta de Brandeburgo y unos metros más abajo de la calle Ebert nos encontramos con el “Monumento al Holocausto”. Un enorme campo de diecinueve mil metros cuadrados, en el que cerca de tres mil tumbas falsas de concreto de diferentes tamaños, se levantan en honor a los judíos de Europa asesinados en la Segunda Guerra Mundial.
Mi hijo salió corriendo feliz a jugar encima de las tumbas, había muchos niños que saltaban entre ellas; algunos se escondían, otros simulaban un laberinto para llegar al extremo opuesto del campo. Varios jóvenes y turistas hacían fotos, disfrutaban de una buena lectura. Era una mezcla de risas y gritos, gente de todas las edades divirtiéndose en el particular lugar.
Mi mamá, estaba inmóvil, dudaba si se sentaba o no sobre una de las estelas. Con la mirada hacia el suelo, me dijo:
- ¡Que horror!
- ¿Estás bien? ¿Quieres un café? Le pregunte.
- Este lugar no me gusta, en el Holocausto murieron cerca de seis millones de judíos, en las circunstancias más aterradoras que la humanidad ha visto, este lugar es un cementerio, aunque sea simbólico, es muy triste. Replicó.
Me senté con mi madre a tomar un café en una de las esquinas del campo mientras veíamos a los niños jugar. Unos minutos más tarde decidimos seguir caminando por la hermosa y refundada Berlín. Era seguro que nos íbamos a encontrar con muchos lugares por el estilo, el Memorial a las víctimas Sinti y Roma o al Genocidio Gitano, varios museos y centros de documentación de la Gestapo.
En efecto, el monumento genera sentimientos confusos, pero esa fue la intención de los diseñadores Eiseman, Happold y de la periodista Lea Rosh impulsora del proyecto inaugurado en mayo de 2005. De eso se tratan los monumentos a la memoria: de sacudir el alma, de reabrir la herida para que sane mejor, para que se grabe en la mente de los ciudadanos y estos eviten que se repitan los hechos atroces que simbolizan.
Lo mismo sucede con monumentos como el 9/11 Memorial en Nueva York, el de las victimas del terrorismo de Estado en Buenos Aires, el de la Paz de Hiroshima, la Silla Rota de la plaza de las Naciones Unidas en Ginebra, como rechazo a las minas antipersona, y tantos otros alrededor del mundo.
- Pero, por qué erigir un monumento al horror?
Porque es la manera de mantener viva la Memoria Histórica, debemos tener presente el horror para que no se nos olvide y evitemos la reaparición de hechos similares. Los Alemanes lo han entendido, la destrucción que vivieron dio lugar a la pujanza para seguir adelante y ser la nación que hoy es, pero también la vergüenza de ser los protagonistas del Holocausto.
La historia debe ser juzgada y grabada con firmeza en la memoria de las gentes, pues mientras la memoria es susceptible, volátil y primitiva; la historia es fría, intelectual, académica y lo más peligroso liada al poder. Dando lugar a que se manipule y se reinvente una diferente a lo sucedido.
En el café, me enteré que la construcción contó con varios impases, entre ellos que la contratista para producir el aislante que impide la permanencia de grafitis sobre las tumbas, había participado en la producción de químicos para las cámaras de gas de los campos de concentración, como el de Auschwitz, en el que murieron más de un millón de judíos. Sin embargo, a nuestros días es una empresa que goza de buen nombre y que ha indemnizado a los trabajadores forzados de la Alemania Nazi. Surgen aquí otros dos aspectos fundamentales de la Memoria Histórica, “La Verdad y la Reparación”.
Hoy que en Colombia se repiten hechos de horror, me acordé de aquel día, pienso que las generaciones subsiguientes hemos tenido la suerte de estudiar y comprender esta fatídica época de la humanidad que en un momento la historia pretendió esconder. La invitación es a NO OLVIDAR, para que tanto la memoria como la historia coincidan, vivan en nuestra mente y lo más importante tengamos el coraje de elevar un grito para que esos actos no se repitan JAMAS.