VICTORIA PAZ ABLANQUE
Después de semanas de arduo trabajo, decidieron irse unos días a Barcelona. Ese domingo llegaron agotados a casa después del viaje. Ella, estaba feliz por las edificaciones, museos y parques que había visitado. En su mente aún vivo el olor del Mediterráneo, los colores de la Ramba y la riqueza arquitectónica de esta hermosa ciudad española. Tanta mística sólo se puede apreciar frente al Palacio de Música Catalana, al Parque Güel, al Hospital de Sant Pau, a la casa la Batlló y a la Catedral de la Sagrada Familia.
Él, curioso de saber que era lo que a ella más le había gustado, con apuro preparó un café y se sentaron en la terraza a charlar. Ella antes de que él siquiera preguntase, le dijó:
Sin duda lo mejor, fueron los mercaditos. El de la Concepción, el Encants Vells y por supuesto la Boquería.
Ella fiel devota al cotorreo, se sentó a contarle, de esos años maravillosos de ir al mercado a la esquina del parque central de su amado pueblito, cuando la abuela le compraba una bolsita de duraznos y otra de chontaduros a la entrada de la plaza, como ese olor a cilantro y perejil la guiaba entre el verdor de la cosecha y el azul de los trajes típicos de los indígenas Misak. Esa personita, tras probar una fresa aquí, una mora allá, se perdía entre mochilas y canastas de mimbre, para terminar encontrándose a sus amigos y familiares.
Ella además había tenido la enorme fortuna de deleitar su paladar hasta la saciedad en los mercados de la Ciudad Blanca, en el mercado de Timbío y en varios del Cauca y Valle. Espacios mágicos donde encontraba una mezcla única de sabores, música y artesanías. Es que los mercados son espacios de reencuentro de todas las edades; son rincones bohemios, alegres y ruidosos, donde la agricultura, la gastronomía y la cultura son protagonistas.
No existe un lugar igual, que describa en un acontecimiento como el día del mercado, la identidad de un pueblo. Lo mejor es que en todos los rincones del mundo tenemos un espacio así, desde el mercado Flotante de Bangkok, hasta el Mercado Central de Florencia. Ni hablar de los mercados latinoamericanos, que son joyas de nuestra cultura y mezclas sui generis entre la Europa Renacentista y la América Precolombina.
Los mercados latinoamericanos son verdaderos museos, que narran la historia desde los primeros pobladores de América, viajando entre el trueque y las subasta, todavía tan vivos en los mercaditos locales. Los más emblemáticos, el de Otavalo Ecuador, el mercado artesanal indígena más grande de Suramérica. El Benito Juárez en Oaxaca que durante la colonia fue la plaza de armas y se le cambio el nombre tras el fallecimiento de Benito Juárez hijo en 1912. El Central en San José de Costa Rica, declarado patrimonio cultural. El San Telmo ubicado en el barrio más antiguo de Buenos Aires, el Tarabuco en Bolivia, donde las familias Yampara venden sus mantas y cosechas cada domingo.
No podía concluir sin citar el Pisac del Perú, donde existe un centro arqueológico y cuyo mercado se cree ya existía durante el imperio Inca, pero Pisac fue destruida en 1530 y reconstruida bajo el Virreinato de Toledo, en este se pueden encontrar platos incas a base de maíz como la chicha de Jora y la frutillada. Los mercados de nuestros pueblos no son sólo todo lo antedicho, son también el fruto del trabajo de nuestros campesinos y no podemos perder la tradición y el deleite de visitarlos.
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