Cristina Maya y Rodrigo Valencia Quijano

GLORIA CEPEDA VARGAS

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Una vez más el Cauca hace su historia. Dos poetas de estirpe payanesa: Cristina Maya y Rodrigo Valencia, se impusieron en el concurso poético 2014 que auspicia la Casa Silva de Poesía en Bogotá.

Cristina, hija de nuestro universal escritor Rafael Maya, nació en Bogotá en 1951. Licenciada en Filosofía y Letras, catedrática universitaria de literatura colombiana, hispanoamericana, cultura griega y latina y lírica reconocida nacional e internacionalmente, obtuvo el primer premio en este evento con su poema El amor como un río: El amor como un río sin fronteras ni límites/ el desvelado amor que aun palpita en el vacío de la noche/ en el rincón oscuro/ en el rincón donde el fuego se aviva/ en la inquietante ondulación del aire/ Amor que no se atreve, que mira de soslayo, que se esconde… Así empieza la poeta a deshilarse. A hablarnos de su transfiguración, a inclinarse sobre el abismo de la más grande de las desmesuras.

En julio de este año me la topé en el Encuentro de Mujeres Poetas Colombianas de Roldanillo. Ahí la escuché por primera vez y constaté que en ese momento me encontraba ante una voz que honra este país donde la poesía femenina empieza a repicar: Crece la noche/ en su fragor secreto de resinas/ como un hilo de sangre en la espesura/ crece la noche… dice en un fragmento del poema titulado Desolación.

Ya es tiempo de que la mujer sea partícipe de excelencia en la crítica poética de Colombia. Ni más arriba ni más abajo que su compañero, sorteando baches y rompiendo muros casi inexpugnables, empieza a conquistar lo que le pertenece. Ya Cristina Maya, heredera directa de sangre inteligente, se desdobla en Ciudad nocturna, ejemplo de poesía urbana tocada por el ángel del misterio: Todo duerme/ en esta noche de lluvia/ bajo la luna lenta que apenas se vislumbra.

El poeta no se hace, nace con la experiencia melodiosa que le imparten siglos en vilo; su oído abierto al diapasón universal, lo convierte en registro imbatible. Poderoso como el mar, guarda memorias tiernas y coléricas, anda sobre las aguas, siempre en vela más allá de oráculos y calendarios.

Rodrigo Valencia, el iluminado payanés, para quien ninguna vertiente del arte guarda secretos, conquista un lugar honroso en este importante certamen con “Amor”, un perturbador texto poético donde su sentir baja con estruendo de río: No soy de los que cuidan un ritual de amores; mis últimos amores los agravó el señuelo/ Yo viajé por ellos como un Ulises engañado por el mar; por ahora/ mi barca vuela a recoger los truenos. Nadie será capaz de reconocer las manos/ que dieron flores/ En el amor se nace como desheredado…

A los payaneses, conocedores de su obra y estirpe, no debería sorprender el galardón obtenido por él. Casi a diario nos deslumbra con sus dibujos y pinturas de noble factura, sus poemas anchos y hondos como un cántaro, su sencillez a prueba de espejismos. Es uno de los personajes más interesantes de este Popayán de “piedra pensativa”. Un hombre verdadero hecho del silencio más elocuente que recuerde.

El triunfo logrado por estos dos exponentes de lo más puro de la esencia caucana, no es producto del azar. Los dos vienen de lejos, los dos responden a una selección germinativa y renovada. Hace poco mi sobrino Andrés me decía: lo más parecido a la eternidad son los genes. Entonces pienso que el proceso depurativo de esta especie errática que somos los humanos, es tan poderoso como la eternidad.

Bien por Cristina Maya y Rodrigo Valencia. Por izarnos con tanta elegancia y maestría. Por sus deslumbramientos fructíferos y su empeño de hierro y seda. Por su erguida manera de explorar triunfalmente los sueños y la vida.