Luis Eduardo Lobato Paz
Integrante del Centro Interdisciplinario de Estudios de la Región Pacífico Colombiana, CIER
Universidad Autónoma de Occidente
En Colombia durante muchos años el concepto de paz estuvo ligado a la preservación de un orden territorial basado en el poder de las armas. Para lograr este cometido, los gobernantes del país de los últimos treinta años, aumentaron progresivamente el presupuesto para la guerra. Se incrementó significativamente el pie de fuerza de la policía y el ejército y se adquirieron varios aviones de combate y miles de armas. Con esta lógica, muy afín al concepto de Pax de los romanos, se buscaba golpear fuertemente las estructuras de los grupos insurgentes para acabarlas por completo o debilitarlas para obligarlas a negociar su desmovilización.
Si bien, desde los noventa, el país ha visto como se ha registrado la desmovilización de grupos guerrilleros como el M-19, EPL, Movimiento Armado Quintín Lame y varias disidencias del ELN, estos hechos no generaron una reducción significativa de los hechos de violencia en las décadas posteriores. Esto debido a que no se avanzó sustancialmente en lo que los teóricos de la paz denominan Paz Positiva, que hubiese consistido en atender las necesidad de las poblaciones afectadas por el conflicto armado, empoderarlas para que fueran artífices de su desarrollo y promovido procesos de reconciliación.
El resultado de esta mirada reduccionista del concepto de Seguridad, además del número crecido de víctimas, consistió en un desmejoramiento de las condiciones sanitarias, ambientales y de seguridad alimentaria de miles de campesinos, indígenas y afrocolombianos. El accionar de los grupos armados afectó sus faenas productivas y otros que tuvieron que migrar a las ciudades se vieron forzados a mendigar antes de obtener ayuda estatal o vivir en condiciones infrahumanas. Estos últimos aspectos son los que han llevado a revaluar el concepto de Seguridad planteado y sostenido durante muchos años y propuesto uno nuevo: Seguridad Humana.
Este concepto vinculado con la noviolencia como forma alternativa de resolución de conflictos, recalca el papel importante que deben desempeñar las comunidades para defender sus derechos, libertades, necesidades básicas y promover el pluralismo y la cooperación. [1] Quizás, esta sea la línea, que deba asumirse pensando en los eventuales acuerdos con los grupos armados ilegales. El proceso de construcción de paz no debe verse solo como la reincorporación de los miembros de los grupos guerrilleros a la vida civil, es menester que las comunidades tengan los recursos y la autonomía para rehacer el tejido social, promover formas asociativas de producción, establecer prácticas que les aseguren seguridad alimentaria y contribuir al restablecimiento de equilibrios ambientales.
El proceso construcción de paz debe ir más allá de lo que han sido los anteriores, no debe haber espacio para continuar tapando u ocultando verdades acerca de los compromisos de los distintos actores sociales, económicos y políticos colombianos en el desarrollo de la guerra, que se busquen distintas estrategias para propiciar la reconciliación, los procesos de reparación deben garantizar que las personas afectadas puedan rehacer sus actividades productivas y que no se les revictimicen.
Este último aspecto nos muestra la importancia de no desdeñar los aspectos de seguridad, relacionados con brindar a la población protección contra las bandas criminales o nuevos grupos paramilitares, los cuáles buscan conservar las tierras que despojaron a campesinos y grupos étnicos en décadas anteriores. Así mismo seguir usufructuando el negocio de las extorsiones, del narcotráfico y de la extracción minera desbordada por todo el territorio nacional. En la búsqueda de obtener el control territorial producen miles de víctimas, subyugan a las poblaciones a sus dictados y afectan el tejido social de las poblaciones en los territorios donde se instalan.
En la región Pacífico el narcotráfico y la minería ilegal además de financiar a los grupos armados, son dos factores que producen y han producido desequilibrios ambientales por la deforestación, la devastación de suelos, la destrucción de cuencas hidrográficas, la contaminación de las fuentes acuáticas, la afectación de la biodiversidad y la pérdida de seguridad alimentaria en muchas zonas del territorio.
Es evidente, que de no erradicarse estas problemáticas, en esta región no habrá posibilidades de avanzar en el proceso de construcción de paz. Los cuantiosos recursos que generan estas dos actividades sustentan la conformación de poderosas organizaciones armadas, que afectan la vida social, económica, política y cultural de la misma. El componente coercitivo será necesario pero también debe haber una concertación con las comunidades porque si no se afectaría su seguridad humana.
Un proceso de erradicación de los cultivos de plantas psicotrópicas con la estrategia de tierra arrasada (utilizando glifosato o algún producto similar) puede generar un impacto ambiental a gran escala y el riesgo de generar enfermedades congénitas para los habitantes de los territorios asperjados. Además que puede comprometer el sustento de sociedades campesinas si no se les ofrecen alternativas económicas para la sustitución de los cultivos ilícitos. Igual puede acontecer con la minería de aluvión que practican algunas comunidades desde tiempos inmemoriales.
De las comunidades puede emerger también propuestas para garantizar la seguridad de sus territorios (las guardias indígenas puede ser un buen ejemplo), poner en práctica programas de recuperación forestal y de prácticas productivas sostenibles.
En conclusión, en Colombia tenemos que dejar de pensar el problema de la seguridad desde la mirada reduccionista del componente militar y avanzar hacia una propuesta más integral como es el de seguridad humana. La construcción de paz exige que se tengan en cuenta otras variables como la salud, la seguridad alimentaria, la preservación ambiental, el fortalecimiento del tejido social y la autogestión de las comunidades para mejorar la calidad de sus habitantes.
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