ANA MARÍA RUIZ P.
@anaruizpe
Hace años, cuando apenas empezaba mi vida profesional, recibí de una colega reportera una oferta tentadora: su director, un muy reconocido periodista, quería hablar conmigo. Este mensaje asomaba la posibilidad de trabajar en un noticiero de mayor rating que el mío, con más plata (mejor salario) y mayor estabilidad (una empresa con capital de respaldo). Yo trabajaba en un noticiero que tenía mucho menores recursos técnicos y de personal, pero tenía mejor enfoque.
“Si quiere hablar conmigo, que llame. Sabe dónde encontrarme” le mandé decir, envestida del orgullo genuino que produce un guiño de “el maestro” del oficio. Pero crucé los dedos para que la llamada no llegara, porque sabía que ante un ofrecimiento laboral aparecería la disyuntiva y yo me había dicho, como rezando un mantra, que no iba a caer nunca por voluntad propia en manos de ese estilo de jefe de régimen de miedo, de ordenes a gritos, de zancadillas y crujir de dientes de los empleados. Menos mal la llamada nunca llegó, y he tenido la suerte enorme de aprender mis oficios de la mano de jefes intachables.
Pero muchos colegas, amigas y amigos, pasaron por esa escuela y aprendieron, unos a desarrollar un gran olfato periodístico y otros solo a maltratar a los subordinados. Es cierto que la producción de noticias desprende adrenalina, que es un oficio que se realiza bajo alta presión; pero la decencia del jefe se mide en el paroxismo del oficio, así se trate de una sala de redacción, de un quirófano o de un despacho público.
En Colombia se le dice “echar cuero” o “sacar callo” al temple para mantenerse en el puesto con un jefe maltratador. Manoseador. Insinuador. Acosador. Chantajista. No importa la profesión, esta es una enfermedad que corroe el mundo laboral: jefecitos impúdicos que creen que el ejercicio de poder se mide en el tamaño del miedo de la gente a perder sus ingresos.
Estos personajes pululan. Cada quien tiene su propia historia de abuso laboral, o conoce la de alguien cercano. La ley detalla las circunstancias, a veces sutiles y difíciles de demarcar, en las que el acoso es delito; pero muy pocas personas denuncian por obvias razones: ineficiencia del aparato judicial, miedo a perder el trabajo y temor a las represalias. Esos jefes abusadores son la recreación en oficina del profesor que predica que “la letra con sangre entra”, del padre que le “calla la jeta” al hijo de un golpe porque en esta casa mando yo; de cualquier postura de superioridad desde la que un individuo ejerce su poder para convertir a un empleado en una víctima.
Los casos suceden por igual en empresas privadas, despachos estatales y organizaciones no gubernamentales: jefes y jefas que si no maltratan a gritos, acosan por sexo. Unos más sutiles, otros abiertamente burdos, lo hacen con piropos de alto calado, con miradas obscenas, con citas de trabajo a medianoche.
No niego que también existen las personas –hombres y mujeres- busconas, trepadoras o arribistas, que quieren escalar a todo costo. Claro que si. Pero un jefe lo es de todo su equipo, de trepas, tímidos, serias, díscolos, pilos, flojas y maltratadores que también ejercen autoridad ante su pequeño círculo de súbditos. Por su posición de autoridad, al jefe se le ordena guardar distancia con todas las personas sobre quienes ejerce poder. Por ética y por ley.
Nada excusa al superior que se excede en el ejercicio de sus atribuciones; hay un agravante si se trata de un funcionario público que recibe su sueldo de los impuestos de todos. Pero si, además, el abusador es quien tiene a su cargo la protección y vigencia de los derechos de la gente, la situación es intolerable. El Defensor Otálora era insostenible en cualquier país decente y, aunque tardía, su renuncia da un fresquito.
Pero en este otro país, el que no es decente, el jefe de la Policía se atornilla sin vergüenza en el cargo, a pesar de la comunidad del anillo y sus negocios de prostitución al interior de la entidad; sortea desde allí toda clase de denuncias, señalamientos y chistes de mal gusto para vergüenza y en detrimento del país. Y ese es solo otro ejemplo, porque de esta peste estamos cundidos en todos los niveles, e involucra desde presidentes hasta cabos del ejército, calañas de mandamases que esculpen sus carreras con el cincel del miedo, cobijados por el silencio de todos.
Comentarios recientes