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Por: Juan Carlos Pino Correa
Digamos que hoy, en el corralón de Pedrín, el día no es sagrado sino profano. Ha sido igual desde hace treinta y dos años, o quizá más. Treinta y dos es el número oficial, aunque hay una prehistoria también, difusa un poco, como todas las prehistorias. El caso es que alguna vez un grupo de jóvenes amigos de la misma generación decidió de manera desprevenida realizar en Sábado Santo una reunión para comer, beber y departir alegremente, y fue tan significativa la experiencia que desde entonces la siguen repitiendo de manera “religiosa”, para usar un término acorde con estos días. Era principios de los ochenta y España había cambiado tanto que ya gobernaba la izquierda aunque no se hubieran cumplido ni siquiera diez años de la muerte del “generalísimo”.
Yo estoy aquí, en Corral de Almaguer, en la provincia de Toledo, invitado por Félix Muñoz Fernández-Clemente. Y aquí están Ricardo, Julián, Miguel, Pedro, Eduardo, José Luis, Ángel, Paco, otro Miguel, Luis, Teo, Eugenio, Rafael, Jesús y Juan, todos entre 65 y 70 años, de oficios diversos y vidas opuestas, contradictores partidistas o ideológicos, económicamente boyantes, o guerreros ante la crisis, o jubilados, pero amigos al fin y sobre todas las cosas.
Con Félix llegamos a eso de las once de la mañana y luego de las presentaciones de rigor, precedidas siempre por la frase “él es un amigo del otro Almaguer, el de Colombia”, me invitan a una cerveza y me ofrecen una silla.
—¿Es la primera vez que viene usted? —pregunta alguien.
—No, con esta ya son tres. Ya me siento un corraleño más—respondo yo.
Mi interlocutor sonríe. Acaso le parezca aventurada (o un poco atrevida) una afirmación como la mía pero al final la avala condescendiente con un movimiento de la cabeza. Intento no mostrar esa natural incomodidad que siento al principio porque estoy en una reunión que parece cerrada, íntima incluso. Sí, al principio me siento como un intruso. No tanto como el intruso que fui hace dos noches cuando Pedro García Gasco, exdirector del instituto del pueblo, nos consiguió acceso al tiznao con el que celebra un grupo selecto de la cofradía “de los moraos” la participación en las procesiones de la madrugada del viernes. Al ser inviable ir a dormir tan tarde y madrugar tanto, esa reunión sirve para que las horas se consuman en un ambiente de diálogo, degustaciones, bebidas sin exceso y aparente camaradería. Una especie de última cena, privada, elitista y excluyente. Como la religión misma. Lo sentí así porque tuvimos que esperar incómodamente a que dieran la autorización para entrar, pero una vez allí el trato fue cordial y respetuoso. “Vaya suerte que tienes –me dirá alguien cuando luego yo comente que estuve en el tiznao–. Ni siendo de aquí he podido participar en uno. Y eso nos pasa a muchos”.
Ahora, en este corralón, la atmósfera es otra y se puede respirar un aire que la amistad hace más cálido. Se forman pequeños grupos para hablar de amigos en común, para recordar a los dos amigos que ya jamás volverán a estar aquí, para indagar por la vida y la salud de la esposa y los hijos de los presentes, para cotillear un poco sobre lo divino y sobre lo humano, para contar chistes que a veces no entiendo porque hablan muy rápido o no tengo una referencia clara de los personajes. Pero me río y me divierto igual y les cuento cosas e historias cuando me preguntan por ese otro Almaguer tan lejano e impreciso, tan incierto para ellos.
—Un buen plan sería que todos los que venimos a este corralón pudiéramos ir a Almaguer y hacer allá lo que estamos haciendo aquí —dice Juan.
Yo digo que es una buena idea aunque sé, como todos, que es una quijotada. Quizá por eso mismo es buena idea, pero de ella nos saca el olor de la caldereta que con paciencia prepara Eugenio en el corredor mientras aguza el oído y participa fragmentariamente en una conversación o en otra. Yo me acerco a indagar por el engranaje gastronómico y él me explica con claridad que la carne del cordero debe encargarse en tal lugar, sazonarse con estos ingredientes, prepararse de esta manera y cocerse a tal temperatura. No obstante, sé que nada de ello he de recordar más tarde y se me quedará esencialmente en la memoria el sabor y el saber de este plato que a su debido tiempo vamos a comer todos en círculo alrededor del perol en el prado del corralón, al calor del sol, cada cual izando en una mano su propio tenedor y en la otra una cerveza, una copa de vino tinto o blanco o un whisky, mientras Teo va y viene incansable organizando alguna cosa fuera de lugar o recogiendo las botellas vacías. Pero llega el momento en que alguien lo llama para que se una al grupo y se pueda hacer un brindis por los ausentes, un brindis colmado de nostalgia pero también de alegría porque ellos fueron parte vital de esta hermandad profana de todos los Sábados Santos.
Oportunidad única
Recuerdo que también en círculo fue el tiznao y que, a indicación de Rafael Mendoza Mariblanca, presidente de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, a cuyos integrantes se les conoce popularmente como “los moraos”, Pedro García Gasco me llevó junto al perol, me pasó una cuchara y me indicó cómo se le entraba a este plato hecho de bacalao, huevo, pimientos, ajo, cebolla y patatas que no había probado jamás en mi vida. Acucioso en la imitación, yo metí la cuchara con timidez en aquel maná amarillo, saboreé despacio el primer bocado y luego repetí ese movimiento y bebí unos sorbos de vino blanco.
Después me presentaron a la alcaldesa del pueblo con quien departí algunos minutos y al rato me acerqué de nuevo a charlar con Félix y Pedro antes de meter otra vez la cuchara en el tiznao y de apurar una copa más. Y entonces empecé a sentir un cierto mareo y supe que andar de marcha de bar en bar entre una procesión y otra empezaba a hacer sus efectos. Sin embargo, no dije nada porque no sabía si tendría alguna otra oportunidad de estar allí, de ser testigo de la magnificencia del mayordomo de turno que organizaba y sufragaba este encuentro opíparo y selecto para los nazarenos cantores del pregón de la pasión, unos cuantos cofrades y algunos pocos invitados.
No obstante, pronto acordamos dejar el lugar, pero no pudimos hacerlo de inmediato porque en el momento de la despedida un hombre se me acercó para decirme que no me podía ir “sin violar una madalena”. Extrañado por un término tan agresivo me volví a mirar a Félix y él sólo sonrió, atado a esa especie de complicidad unánime que palpitaba en el ambiente y no podía traicionar. Entonces Pedro de nuevo hizo de guía. El dedo inquieto abriéndose paso con una cierta e inofensiva sevicia. La “madalena” herida pero no sangrante. El whisky irrigando raudo en tierra dulce. Yo repetí el ritual y luego me llevé el alimento a la boca. Sabía bien, bastante bien. Y el mareo terminó de repente.
Tertulia y camaradería
En cambio en este corralón de sábado no hay mareo alguno porque apenas tomo licor y me decanto por coca cola y agua, a diferencia del jueves entrando al Mónico, al Dorsy, al Patas, al Tiracañas. Cuando terminamos la caldereta nos vamos en patota al Truquetín y todos piden café, menos yo.
Al volver al corralón, una media hora más tarde, se forman varios grupos: unos juegan a las cartas en una pequeña sala donde la chimenea ayuda a resguardarse del hielo de esta tarde de marzo, otros conversan en el corredor y unos más en el prado de entrada. Alguno se va pero vuelve pronto. Y la conversación no se detiene nunca.
Yo me muevo curioso por aquellos círculos y me empapo un poco de todo. En la improvisada mesa de cartas me doy cuenta de que se puede ganar o perder un euro o cincuenta en un abrir y cerrar de ojos mientras los espectadores comentan las incidencias con gran entusiasmo. Cuando el juego acaba, la tertulia se anima más y entonces Paco, que a mí se me parece un poco al Luis Aragonés entrenador, por su ritmo y pausas al hablar y por los movimientos con los que acompaña sus palabras, empieza a recordar graciosamente a antiguos y emblemáticos vecinos del pueblo y en seguida los otros intervienen para complementar aquellas biografías con detalles que parecen salidos de toda lógica. Y me pregunto entonces si, como en mi Sur lejano, aquí también la gente es dada a una exquisita y a veces necesaria exageración.
—Pareciera que García Márquez pasó por aquí —me dice Juan, con gesto cómplice—, ese realismo mágico también se cultiva por estos lados.
Pronto el personaje central es algún otro corraleño y después se habla de esta inestabilidad política, de la falta de voluntad de los partidos para ponerse de acuerdo y conformar gobierno, y luego el tema es de si este año la Liga y la Champions la ganan el Atlético, el Madrid o el Barcelona (los colchoneros siempre tienen prioridad aquí). El bullicio crece de nuevo y cuando este va menguando, como la leña en la chimenea, los grupos se dispersan y cada quien busca un nuevo círculo. En el corredor me pongo a hablar con Paco y descubro que le encanta Pedro Páramo. Yo le comento que aquel es uno de mis libros de cabecera y digo de memoria, como para que no quepa duda, las primeras frases. Paco, entusiasmado, se lo cuenta a Ángel, su hermano, que lo leyó una vez y lo está releyendo porque le ha costado entender algunas cosas.
—Pues ven a hablar con este tío que se lo sabe enterito —exagera.
El coro desafinado de voces reverbera más fuerte en todas las esquinas, algunos vuelven a reír ruidosamente, otros llevan una charla más sosegada y Teo sigue organizando un desorden que es indestructible o se deja llevar por aquello que ahora le ha dado: desgajar las ramas secas de los árboles.
Casi a la medianoche, salimos todos del corralón con un ánimo renovado, como si este día de liturgia en distintos frentes fuera un elixir para mantener encendida la llama de la camaradería y la amistad. Lo es, sin duda lo es. Lo es incluso para mí, aprendiz de cofrade profano, corraleño de corazón y manchego por lectura, escritura y estancia.
Aquí me he sentido otra vez tan a gusto que sé que a la primera oportunidad que tenga he de volver.
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