Andrés Mauricio Muñoz
Hace un par de días, mientras leía una novela, vi cómo mi esposa se levantó enérgica de la silla del estudio, donde había estado durante varios minutos navegando en internet. Parecía como si hubiese olvidado algo que ahora debería hacer con premura, o que la silla se hubiera calentado en forma repentina, al punto de quemarle las nalgas. La vi pasar hacia nuestra habitación. Parecía molesta. Me fui detrás y le pregunté qué le pasaba; nada, me dijo, solo que me da mucha rabia con la gente. Entonces me contó lo que acaba de exasperarla.
Era un estado de Facebook que hablaba sobre lo que ocurría en Venezuela. No compartiendo la indignación hacia el trato ruin que recibían nuestros compatriotas en la frontera. Tampoco una voz que se alzaba contra las atrocidades de un gobierno que pareciese cada vez más desquiciado. Ni mucho menos una queja explícita contra la tibieza de un presidente en momentos en que se le demanda contundencia. Lo que la había hecho pararse de la silla, como si algún mecanismo la hubiese propulsado, era una de esas voces que parecieran andar de cacería de los más exóticos especímenes doblemoralistas. Esas que parecen hablar desde una superioridad que alguien les ha concedido. Aquellas que siempre comienzan con: se rasgan las vestiduras cuando…pero no dicen nada cuando… El resto es también un remedo, una perorata infinita que se replica sin importar la situación.
Por eso recordé que cuando Paulina Vega se coronó como Miss Universo, tuve que encabezar uno de mis estados así: “Quiero anticiparme a los que deslegitiman cualquier alegría bajo el argumento de la realidad que se vive. No me he olvidado del proceso de paz. Aún sé de los problemas sociales que vivimos. Todavía me aturde el hambre y la guerra. Me abruma la bajeza de nuestra política. No se ha borrado de mi mente lo de Charlie Hebdo. Aún me afligen los damnificados del invierno. Pero pese a todo esto me siento con el derecho de alegrarme porque nuestra reina ganó”.
Ahora, con el asunto de Venezuela, estas voces de las que yo también me había protegido, arremeten para deslegitimar los reclamos, bajo el supuesto de que en nuestro país pasan atrocidades peores, que hay desplazamiento, discriminación y todo tipo de injusticias ante las que, según ellos, cuyos ojos y orejas actúan como los más refinados sensores, nadie dice nada. Entonces alegan que los bancos también les han arrebatado a muchos ciudadanos sus casas. Que nuestro gobierno también es ruin. Que los inmigrantes colombianos en Estados Unidos reciben un trato peor, bajo la mirada cómplice de todos. Doble moral, dicen; doble moral, repiten, orgullosos de haber pescado un nuevo espécimen. ¿Qué hacer entonces? ¿Guardar silencio hasta que todos nuestros lados chuecos se reparen?
La de estos personajes es una lógica perversa, bajo la cual atrocidades mayores parecen legitimar todas las que estén por debajo. Uno se indigna porque un futbolista patea una lechuza y de inmediato caen a recordar las masacres, los desplazamientos, las zonas marginadas, el hambre de los niños. Parece como si quisieran imponer la tesis de que un mal mayor tiene el privilegio de despojarnos de la capacidad de indignarnos ante otros mucho más cotidianos; si así fuera, como parecen anhelarlo, sería como reconocer no sólo que tenemos cáncer, sino que este ya hizo metástasis, que el tejido sano también se echó a perder.
Imaginemos lo siguiente: supongamos que frente a tu casa alguien está golpeando a su esposa; entonces la gente reacciona y pide auxilio. Supongamos también que ante el clamor de los vecinos alguien sale a decir que el maltrato a la mujer es un problema que sucede a diario, que en otras partes las han asesinado, quemado con ácido y demás, preguntándose el porqué del escándalo si en otro lugares han sucedido cosas peores, indagando si esos vecinos angustiados también suplicaron justicia ante los otros atropellos. Qué Absurdo.
No podemos permitir que estos adalides de la cacería estropeen nuestros legítimos reclamos. Mucho menos ahora. Porque cuando uno pelea contra un bruto o un loco, a lo máximo que puede aspirar es al menor daño posible, a que a nuestra dignidad no la manoseen tanto.
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