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En el corto viaje entre un pueblo y la ciudad cercana es posible encontrar rostros tranquilos, voces anónimas. En ese trayecto hay montañas y casas en la orilla y también experiencias que merecen protagonismo aunque sea por un instante. La conversación con desconocidos rompe con la rutina.
Por: Juliana Orozco
www.comarcadigital.com – Universidad del Cauca
El paisaje pasa ante mis ojos algunas veces con lentitud, otras, apresuradamente. Aunque es el mismo recorrido de lunes a viernes, siempre es una experiencia diferente. No podría llamarse rutina. Se viaja a veces en las mañanas, otras veces en las tardes o en las noches. Ida y vuelta. Árboles frondosos y secos, pinos altos, montañas verdes, muy verdes. Cielos azules, grises y oscuros. Resplandor, neblina, frío, lluvia, sol, luna… Todo pasa a través de la ventana.
Después de comprar el pasaje, solo pienso en llegar rápido a la ciudad para cumplir con mis diligencias. Miro la hora, estoy a tiempo. Tengo la certeza de encontrarme con alguien conocido para ir conversando. No hay nadie. Esta fría la mañana, la buseta acaba de estacionarse. Me siento en uno de los primeros puestos. Desde ahí observo a las personas que llegan apresuradas. Algunas veces la fila es muy extensa, pareciera que la venta de pasajes estuviera suspendida por un largo tiempo. Otras veces corremos con suerte.
Estoy convencida de que en el recorrido solo estaré pensando en cosas absurdas o quizás en lo que tengo que hacer durante el día. Son cerca de 14,4 kilómetros por recorrer. En ocasiones de quince a veinte minutos. Carros, buses, camiones, tractomulas y motos vienen en sentido contrario. Personas al borde de la carretera esperando a que alguien se detenga. Chicos, jóvenes, adultos. Algunos con la intención de llegar al pueblo, otros con la expectativa de estar en la ciudad lo más pronto.
Una historia fugaz
Ella está junto a la ventana; cabello claro, tez blanca. Tiene un abrigo grande y usa unos tacones elegantes. Esta vez cuento con su compañía. A primera vista no logro descubrir con qué propósito irá a la ciudad, solo sé que está algo cansada.
–Ya es tarde –menciona ella.
–Si –le contesto.
Nunca la he visto en el pueblo, su rostro no es para nada familiar. Yo le transmito confianza, pienso. Mientras los árboles pasan rápidamente por la ventana empañada, ella me habla. Sin conocer su nombre, la información que me brinda logra pintarme un poco su vida. Yo solo la escucho y en ocasiones respondo a sus preguntas. La conversación fluye. Solo sé que al encontrármela de nuevo en algún lugar, recordaré que su novio presta servicio en la estación de policía de mi pueblo, que quizás aún siga trabajando como degustadora en la Licorera del Cauca. Y he de recordar también su graciosa experiencia laboral en algún lugar del sur de la ciudad.
–Hasta luego –me dice al bajar.
A través de la ventana ahora solo pasan edificios, casas, locales, bombas de gasolina… el tiempo que me queda en la buseta es poco. El tráfico es intenso, el bullicio aumenta. Bajo del vehículo y continúo con mi travesía caminando.
Moverse en la ciudad
Hay mucho movimiento por este sector. A la vista está una plaza de mercado, la terminal de transportes, un almacén de cadena, vendedores ambulantes y otra bomba de gasolina. Aún no sé qué ruta me puede llevar hasta al norte de la ciudad. Estoy parada bajo el puente, justo en la sombra que este proporciona. Las busetas hacen una parada por esta zona durante pocos segundos, reciben información y retoman el trayecto.
Cerca de mi esta él, sentado con una planilla en sus manos. Tengo la intención de preguntarle, no puedo perder más tiempo.
–Buenas –le digo.
Enseguida me responde con el mismo saludo. Lo noto amable, eso es una buena señal.
–¿Me podría decir qué ruta me deja cerca de Santa Lucía, por favor?
–La dos de Translibertad, yo le aviso cuando pase por aquí –responde en un tono amigable.
Mientras espero, percibo que es un día caluroso y que ese sol intenso tal vez sea porque más tarde estará lloviendo. Él hace un comentario respecto al clima, y desde ahí empieza nuestro diálogo. Me dice que conoce Timbío, que ha ido un par de veces allá. Considera que en cuanto al clima, en ocasiones Popayán y Timbío son polos opuestos.
–Allá estaba lloviendo y acá está haciendo sol –le digo, para afirmar lo que acaba de decir.
La ruta pasa frente a mí y no levantó la mano. Me toca esperar el próximo bus. Esto es una oportunidad para continuar conversando con él. El diálogo se extiende. Después de un rato pasa nuevamente la ruta, el señor la detiene para dar el tiempo y yo subo enseguida.
–Gracias –le grito.
–Que le vaya bien –responde.
Él continua con su actividad laboral y yo ahora voy hacia el norte. Me dejó sorprendida lo que me dijo acerca de su trabajo. Por llevarle el tiempo a las busetas, los conductores le dan monedas. A veces en solo media jornada recoge cerca de cincuenta mil pesos. Eso es bastante, yo creo que nadie se imaginaria que gracias a ese trabajo él tiene una moto. Tengo la certeza de volver a encontrármelo, pues trabaja en una zona a la que frecuento mucho. Quizás para esos encuentros, él no me recuerde.
De regreso a casa
Un niño está sobre sus piernas. Ella está sentada, de tal manera que estén cómodos los dos. Se nota que el calor los sofoca. Mientras el bus avanza poco a poco, mis ojos están fijos en lo que sucede afuera. Ahora soy yo la que está en la ventana: es el puesto perfecto para dormir, estoy cansada. El tiempo que tardo en llegar al pueblo es suficiente para una siesta.
–Está haciendo mucho calor –afirma la señora.
–Sí, demasiado –digo.
–Estuve haciendo unas vueltas y me tocó caminar mucho –agrega ella, moviendo su mano para refrescarse.
Mi siesta queda anulada, pues estoy segura de que durante el recorrido iré dialogando con la señora. Es una mujer robusta y trigueña, es sencilla y amable.
–Me gusta más el campo que la ciudad –dice–. Es más tranquilo.
Su rutina empieza a las cuatro de la mañana, el pequeño le hace compañía. Se levantan a ordeñar las vacas, a darles de comer a los animales, entre otras actividades agrícolas. Se arreglan y bajan al pueblo, tardan una hora en llegar al colegio del niño.
El bus deja la ciudad atrás. Desde hace más de siete minutos vamos bajo el cielo azul, divisando pequeñas y grandes montañas por la ventana. De vez en cuando algunas casas. Ella continúa hablando y yo la escucho con atención.
–En Cali no soporté estar encerrada en un edificio, estar entre cuatro paredes no es lo mío. No estuve más de una semana –dice.
Sobre eso continuamos conversando el resto del trayecto.
A partir de lo que me cuenta, en lo único que coincidimos es que las dos estamos exhaustas del ajetreo de la ciudad y necesitamos con urgencia llegar a nuestro hogar. Ella para retomar la cotidianidad de su finca y yo para retomar la cotidianidad de mi pueblo. Mañana, de ida y vuelta a la ciudad, seguro que me encontraré con otras historias.
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