Fabrit Cruz
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Redacción Fin de Semana
Todas las noches se cumplía la misma cita. Un puñado de campesinos acudía a una vivienda que se transformaba en la escuela, al llegar la noche. Ellos soltaban el machete, dejaban atrás los sembrados de papa y el ordeño de vacunos para agarrar un lápiz y aprender a sumar sueños, restar dificultades, multiplicar conocimientos, dividir esfuerzos y garabatear letras. Era algo así como una clase personalizada. Una idea excéntrica que se le ocurrió -en medio de las montañas del macizo colombiano al lado de bellas lagunas- a William Ricardo Campiño Acosta, cuando fue asignado a la Estación de Policía Rural de Valencia, un olvidado corregimiento del municipio de San Sebastián, al sur del departamento del Cauca.
Corría un mes de enero del año de 1997. William estaba recién llegado de la Escuela de Policía Simón Bolívar y lleno de energía. El ‘pastuso’ había terminado su servicio militar en Bogotá, ‘pichoneaba’ los 24 buscando opciones de vida. Una coincidencia del destino permitió que participara en una convocatoria de la Policía Nacional. Al ser aceptado escogió estratégicamente el Cauca, por su cercanía con su ciudad natal, “los nariñenses somos de arraigo y no quería estar lejos de casa”.
Siete meses duró Campiño en Valencia, cumpliendo sus labores como uniformado. Luego fue trasladado a la cabecera municipal de Almaguer, Cauca, una localidad vecina donde chocaría de frente con la absurda guerra. Una tarde cualquiera, este nariñense vivió una escena de muerte que lo marcaría para siempre.
Uno de sus compañeros, el uniformado España (‘pastuso’), cumplía su turno de guardia en una de las esquinas de la estación de policía. Su novia (caucana) se acercaba con un termo de café en la mano. De pronto, una motocicleta salió de sorpresa sin que nadie se percatara y el parrillero desenfundó con ganas, una metralleta. España quien acababa de recibir el termo, separó a su prometida de las balas con el brazo. Ella cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza y falleció al instante. “A los días nos dimos cuenta que tenía cuatro meses de embarazo”. Aunque se van a cumplir 20 años, recuerdan la escena lo lástima.
Almaguer también fue el sitio donde el intendente Campiño exploraría su afición por la radio. Los locutores de la emisora (agricultores de la zona) fueron sus ídolos y modelo a seguir. Fue la oportunidad para enfrentarse a un micrófono por vez primera. El chisme de que el profesor de Valencia ahora era locutor se extendió y consiguió aceptación rápidamente. “Fue la locura, tenía un espacio musical donde brindaba mensajes de superación personal”.
Durante años William logró estar presente en diferentes localidades del departamento; cumpliendo varias tareas y explorando lo que más adelante vendría a consolidarse en la emisora de Radio Policía Nacional, (94.1 fm). Fue una especie de laboratorio para el trabajo social: impulsó encuentros de futbolito entre jóvenes; creo la Policía Juvenil; apoyó labores de campesinos y afrodescendientes, y se ganó el corazón de las comunidades en El Bordo, El Estrecho, Cajibío, Balboa… Curiosamente, su regreso a Popayán se da en agosto, hace exactamente 16 años atrás, después de haber empezado en esta ciudad su servicio como policía.
En la ciudad donde el sol muestra su mejor cara al caer la tarde, se encontró con un proyecto aún en el papel de lo que buscaba convertirse en una emisora institucional. Ganar un cupo para ser colaborador no fue fácil. Campiño imaginaba un medio para el servicio de la gente. Habían pocos equipos; personal con muchas ganas y nada de experiencia; y bueno, una audiencia por conquistar.
Lograr la meta tuvo un proceso curioso. William Campiño no era locutor, mucho menos periodista y aun así buscaba consolidar un proyecto de comunicación. Las puertas de emisoras comerciales de la ciudad fueron cerradas en su nariz. Escuchaba a periodistas como Truman Uribe, Alberto Ordoñez, Jaime Chalarca para luego imitar la lectura de las noticias con igual acento en una grabadora de cassette y, posteriormente, escucharse.
Una tarde en casa, después de seguir por semanas todos los medios de comunicación escritos y hablados de la región, encontró la respuesta. Un formato musical e informativo que se alejara de los noticieros “ladrilludos” y que diera espacio a la noticia comentada. Apostó al público joven. Bloqueó su hablado pastuso y se lanzó al aire.
Una de las estrategias más acertadas respondía a un concepto básico que William Ricardo profesa y que es contundente: la radio se hace en la calle. De allí salió el “Tour 94.1”. Consistía en la visita a los colegios para cambiarle la cara a la jornada a los viernes. Llevaba Dj’s y artistas de la emisora, instructores para baile deportivo y así, ponía a gozar, sanamente, a los estudiantes.
Luego vinieron ‘Las noches de aguapanela’, ‘Los ciclo – paseos’, ‘Las caravanas de la alegría’ y quizá una iniciativa ciudadana que se ha convertido en su eslogan: ‘Caucano de Corazón’. “Es una estrategia vinculante que invita a la gente a tener sentido de pertenencia por la ciudad y el departamento, y a hacer las cosas con el corazón”. Esa propuesta ha estado presente cuando más ayuda se ha necesitado.
El hoy Intendente, William Campiño, completa veintiún años, cinco meses y una decena de días en la institución. Según sus cuentas le quedan algo así como tres meses más para su retiro. Lo dice con algo de melancolía. Deja una oficina de comunicaciones operando y aunque pensó mucho en la decisión siente que no debe “atornillarse en el puesto”; presiente que por afuera tendrá nuevos retos donde pueda seguir trabajando por las comunidades.
Por ahora, continúa ultimando detalles de lo que será la celebración del décimo – sexto aniversario de la emisora – quizá su último evento como director- , a realizarse el próximo domingo 28 de agosto. Será la despedida del Intendente Campiño pero no la de William, el ‘caucano de corazón’ quien decidió quedarse en la ciudad que le ha dado todo.
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