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DIEGO FERNANDO SÁNCHEZ VIVAS
El primer signo premonitorio se presentó en la semana santa del año 2013. En ese entonces tuvimos una visita inesperada. Para muestra madre fue una grata sorpresa después de muchos años sin tener noticias de quien hubiese podido ser la mamá de sus nietos se apareció sin previo aviso y fue recibida como una hija en la casa. Nunca pensé que sería una despedida definitiva.
La segunda señal se presentó hace cinco años cuando una compañera de trabajo me refirió en forma detallada con preocupación un mal sueño que había tenido en el cual caminábamos por la Calle Quinta de Popayán en el centro, cuando de repente resultábamos asaltados, y la peor parte de la agresión me había correspondido con una profunda herida de arma blanca certera en toda la mitad del pecho. En ese entonces asocié ese mal sueño con la situación de inseguridad del momento. La misma semana recorrimos con la familia un inusual paseo por la ciudad y tuvimos la oportunidad de visitar varios lugares que en otras ocasiones habíamos disfrutado con especial interés, esta vez no, fue un recorrido rápido pero extrañamente en cada lugar nos detuvimos por un corto lapso de tiempo para evocar el fervor de otros días ya idos.
Meses antes habíamos presenciado la salida de nuestra madre de una clínica en las afueras de Cali, que personalmente me llamó la atención por su ámbito apacible en extremo, rodeado de árboles y de una morosa quietud, nada que revelase el verdadero origen del lugar y sin embargo cuando le estreché un gran abrazo, sentí en su mirada la desconexión de este mundo y de los avatares de la realidad.
Recordé entonces las imágenes nítidas de los primeros años, cuando de su mano recorríamos las calles de Popayán. En ese entonces la ciudad era una villa apacible ajena a la congestión de vehículos que hoy nos acompaña. Recordé especialmente los paseos por el aeropuerto y la incontable espera a la llegada del avión que era recibido con el alborozo y la alegría de los presentes. También las visitas al Museo de Historia Natural donde nos sorprendíamos con la exuberancia de un alce en reposo y la fiereza aparente de un gran jaguar. Recordé también la casa paterna del Barrio Santa Inés, con esos inmensos árboles de mandarino, guayabo, naranjo y limón que convivían en perfecta armonía en un gran solar, y las hileras de rosas que nuestra madre cultivaba con especial dedicación y esmero, rosas rojas, rosadas, salmón y blancas cuyos retoños crecían sin tropiezos y adornaban durante todo el año un jardín eternamente florecido.
Ayer estuve en su cuarto de habitación que está intacto desde su ausencia definitiva , y pude observar esos magníficos cuadros que evocan figuras piadosas, sus pertenencias cuidadosamente guardadas en un cofre y en un pequeño mueble que permanece en el mismo lugar de siempre. De repente percibo un aroma que sale del ámbito de espacio que me rodea, es una esencia que desde niño aprendí a distinguir, un aroma de rosas intenso, indescriptible, entonces pienso que me está acompañando en ese momento, y le susurro a su oído etéreo e inasible, “Cinco años sin ti madre, Dios mío como pasa el tiempo”.
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