Harold Astaíza Velasco
La valentía, el coraje y estoicismo son las características de quienes cuentan cómo vivieron la catástrofe más grande que ha tenido Popayán en los últimos 50 años.
El mayor Marco Mosquera Quintana en 1983 era capitán del Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Popayán (Cbvp). En esa mañana infausta para la Ciudad Blanca, el terremoto también afectó el comando del organismo de socorro y muchos ciudadanos llegaron a ofrecer su colaboración. “Como era oficial en servicio, organizamos unas brigadas con jóvenes, también llegaron bomberos del Valle, Nariño, Caldas, Quindío que fueron guiados por los civiles y aquí conformamos lo que hoy se llama Puesto de mando unificado”. En esa época el Cbvp solo tenía cinco máquinas y alrededor de 50 hombres.
Una de las prioridades era atender la emergencia -a pocos metros del comando- fue la destrucción del conjunto de apartamentos conocido como Bloques Pubenza. “Salí a las 11:00 de la mañana a recorrer el centro y al verlo destruido se me vinieron las lágrimas. Además, comenzaron a traernos cadáveres que fueron llevados al anfiteatro. Resalto mucho la colaboración de bomberos que llegaron del país y de la gente de Popayán”, afirma el mayor Mosquera.
El sargento Javier Sandoval, en ese entonces tenía 32 años, estaba en la casa de sus padres ubicada en el barrio El Cadillal, quizá el más afectado por el fenómeno natural, por fortuna no le sucedió nada grave a su familia. “Después del susto tomé la determinación de acuartelarme e iniciar labores de rescate en los Bloques Pubenza, lo que más me impactó fue encontrar el cadáver de un niño, siempre vamos con la esperanza de rescatar persona vivas, pero es bastante duro hallar a un niño fallecido”.
Pese a que Popayán tiene historia de varios terremotos, el sargento afirma que no se estaba preparado para afrontar un hecho de esa magnitud, incluso asevera que ningún país está listo para un sismo de tanta dimensión. “Hemos visto en países como Estados Unidos que no se dan abasto para catástrofes de grandes dimensiones. Nosotros tuvimos que trabajar con las uñas, no contábamos con equipos de rescate”.
Rescate de 72 horas y padre fallecido
Jaime López Arias, actual capitán del Cbvp, dice que lo más recordado de su experiencia personal aquel Jueves Santo de 1983, fue el rescate de una persona durante 72 horas. La víctima ya fallecida, quedó aprisionada en el primer piso de uno de los Bloques Pubenza.
“Toda la vida he sido muy delgado. Había un agujero pequeño para bajar y junto al sargento Javier Arroyave que en paz descanse, comenzamos el descenso desde las 4:00 de la tarde pero no avanzamos ni 15 metros. El Viernes Santo llegó una pluma que comenzó a meter un taladro y alcanzamos el segundo piso, sentimos un olor a podrido pero no pensé que fuera el cuerpo; descubrimos el sitio y nos dimos cuenta que el mal olor provenía de una nevera que tenía pollo y carne”, narra el entonces sargento de 22 años de edad.
Pese a los enormes esfuerzos no encontraban el cuerpo, el olfato y previo conocimiento de los apartamentos que tenía el oficial, lo llevó a pensar que la señora estaba en el comedor y por eso orientó al maquinista para que quitara una losa de concreto que impedía el ingreso. Eran las 6:00 de la tarde del Viernes Santo, con su overol sencillo color caqui y un casco incómodo para el descenso llegaron al primer piso, con un trozo de viga removieron el comedor y encontraron el cuerpo, sin embargo, era difícil su extracción y por eso esperaron hasta el Sábado Santo para sacarlo y entregarlo a sus familiares.
Marcelino Carrillo, hoy con grado de mayor, es otro de los bomberos del 31 de marzo, además fundador del Cbvp. En 1983 tenía 51 años y era sargento, después de los 18 segundos que duró el terremoto solo pensó en su hija que vivía en el centro de la ciudad. Desde el barrio Antonio Nariño y en medio de la zozobra, no sabe cómo llegó al lugar, recuerda que pasó en medio de los escombros y encontró en la calle 5 con carrera 5, el edificio Paz Otero, donde residía su hija, quedó incólume.
Luego de ese alivio, un hermano le dijo que su padre había salido esa mañana, averiguaron con varias personas y no lo encontraron. “Llegué al cuartel y me asignaron la Catedral y comenzamos a sacar muertos….”, anota
Mientras eso ocurría, un amigo de su padre le comentó a una hermana del sargento que había estado en compañía del papá en la iglesia San Agustín pero que allí no había misa, sino en la Catedral. Al llegar al templo, el sacerdote les informó que la eucaristía era a las 8:15, o sea una hora después, por eso el amigo invitó al señor Carrillo a desayunar, no aceptó y se quedó en la iglesia.
El Jueves Santo pasó y no encontraron al padre del sargento en ninguna parte, incluyendo hospitales. Por eso resolvieron volver a la Catedral pero había orden del arzobispo de no dejar ingresar a nadie por el riesgo. “Le dije a un teniente de la Policía que iba a entrar por encima de quien fuera, le pusimos una manila con la máquina a la puerta, la abrimos y seguimos buscando. Un civil nos dijo que encontró a una persona, nos llamó y vi que era mi papá, esa fue la situación más tremenda, lo sacamos y seguimos trabajando…”, describe Carrillo.
En contraste con esa triste realidad, el sargento continuó serenamente su labor de rescate en los Bloques Pubenza. “Estábamos escarbando y vi una mano, le dije, si está vivo muévala y se movió. Había pasado un día y el terremoto aprisionó al hombre en el baño, también sacamos a la muchacha del servicio. A los cuatro días rescatamos a una señora debajo de las gradas”.
De los Bloques de Pubenza y el Cementerio
En el momento del sismo, el bombero Jaime Homero Galvis de 40 años estaba en su casa del Minuto de Dios, su familia salió ilesa. Luego se desplazó hasta el barrio Las Américas donde residía su papá y un hijo de Galvis, también salieron sanos y salvos.
“Un amigo me llamó para que auxiliara a su esposa, a un hijo y la señora del servicio que quedaron atrapados en el primer piso de los Bloques de Pubenza, con una barra rompimos y los sacamos vivos en medio de las réplicas, habían quedado aprisionados contra una nevera. Otra familia no contó con la misma suerte y los encontramos muertos saliendo del apartamento”, relata el bombero.
Jorge Héctor Erazo, de 31 años era cabo segundo, se desempeñaba como maquinista y vivía en el barrio Benito Juárez, su casa resultó afectada y decidió evacuar a los familiares hasta el parque del sector llevando solo las cosas necesarias. “Llegué al comando y estuve cinco días, iba por momentos a ver a mi familia y recorrimos toda la ciudad por los sitios más destruidos y transportamos heridos a los hospitales. Trabajaba con el ministerio de Obras Públicas y me llamaron porque ya no iba, después me dieron un permiso para seguir con los bomberos pero uno seguía con el temor sicológico que volviera a ocurrir la tragedia”.
Rafael Velasco tenía 40 años, recibió el turno de guardia a las 8:00 de la mañana y a los 15 minutos ocurrió el terremoto. Lo primero que hicieron fue sacar las pocas máquinas con que se contaban, no se pudo hacer sonar la sirena porque no había energía y la estructura recién fundida se vino al piso. “Al llegar los bomberos de Nariño, la gente nos informa que se habían salido los muertos del cementerio y me fui para allá, no teníamos equipos de protección ni guantes. Era muy brutal ver los cadáveres afuera, recogerlos y meterlos en una fosa común, fue lo más duro para mí”.
El sargento mayor Jorge González, cabo en 1983, vivía en el barrio José Hilario López, luego de salir ileso junto a su familia se trasladó corriendo al comando de bomberos. Se enteró que uno de los helicópteros que sobrevolaba la ciudad estaba muy bajo sobre la Catedral y su vibración estaba causando más riesgo, al no haber forma de comunicarse con la aeronave, tuvo que ir hasta la torre de control del aeropuerto para que les informaran a los pilotos que elevaran el vuelo.
Después, como almacenista se ocupó de entregar herramientas y lo que quedaba de uniformes, atender a los bomberos visitantes, proveerlos de alimentación, medicamentos y combustible para vehículos. “Además me traje a mi mujer y dos hijas al comando, dormían en las cabinas de los carros y estuvo como un mes la familia junta. Aquí no hubo tiempo de llorar, al bombero Domínguez se le murió el papá y cayó la casa y así vino a trabajar”.
La tragedia en el hospital San José
El Doctor Francisco José Otoya Castrillón, profesional especializado en el área de la salud del Hospital Universitario San José, dice que el 31 de marzo de 1983 terminaba el internado de Medicina como estudiante de la Universidad del Cauca y estaba de vacaciones en su casa.
Cuenta que “a los diez minutos del sismo tenía sudadera puesta y salí corriendo al hospital porque uno pensaba que debía asistir a atender la catástrofe. En ese trayecto, de la ‘Calle del Banano’ hasta el centro asistencial pude captar el olor a polvo, a casa vieja derrumbada y ya habían llegado heridos y personas fallecidas que iban dejando a la entrada”.
En urgencias todo era un caos. No se tenía la capacidad de resolución, había no más de 24 camillas y seis camas de observación. Todo el mundo corría de un lado a otro en medio de las continuas réplicas, no había guantes ni suturas, personas sentadas en los sanitarios donde eran atendidas y el corredor congestionado. “En uno de los baños atendí a un amigo, él era calvo y tenía una herida grande en su cabeza, cuando lo iba a suturar encontré restos de la casa en su lesión, meses después me mostraba una cicatriz que casi no se veía. Un niño murió en mis manos cuando su madre me dijo sálvemelo, estábamos en el suelo sobre un cartón”, evoca el galeno.
Por otro lado, al evaluar la estructura del hospital no se encontraron daños de consideración y el área de consulta externa se convirtió en zona de hospitalización. Sin tener idea de cómo estaban las familias, los médicos seguían trabajando, cuando ya se recibían noticias continuaban en su labor pero con la intranquilidad de sí realmente los familiares y viviendas estaban bien. “Es aquí donde uno dice que los grupos de socorro son definitivos en estos casos porque vienen sin la sensibilidad de sufrir la catástrofe y fue cuando llegaron personas del Universitario del Valle”.
El doctor Otoya salió del hospital hacia las 11:00 de la mañana y trabajó en una carpa instalada por la Cruz Roja donde llegaban muchos heridos. Entre los médicos que realizaban su labor estaba Santiago Ayerbe, quien acababa de sepultar a su hijo, víctima del sismo.
Caída la noche Otoya volvió al hospital donde se tomaban las medidas de precaución en caso de nuevos temblores, pese a que en el país no se tenía experiencia en la atención de terremotos, por esto Popayán fue el pionero en Colombia para la preparación en caso de desastres, como las construcciones sismo-resistentes. “La enseñanza que nos deja esto es que no hay que bajar la guardia, que no debemos olvidar el terremoto y la prevención y que los riesgos siempre estarán presentes por las fallas geológicas”, reflexiona el médico.
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