Apagar el ruido

JUAN CARLOS PINO CORREA

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A veces quisiera uno sustraerse de tanto ruido y tanta basura. A veces quisiera uno desconectar el televisor y no prender la radio, dejar de leer prensa y no entrar a los periódicos virtuales para evitar encontrarse de frente con aquellos que parecen haber nacido para enturbiarlo todo, para enlodar a su antojo cualquier momento o situación, o para sembrar el caos y el horror. Pero incluso si lo hacemos nos llegan ecos de tanta mezquindad, de tanta insensatez, de tanto personaje atorrante y cínico (¿quieren nombres o prefieren imaginarlos?). Los lobos ambiciosos y ubicuos aullándole a la luna.

Apagar e irse es la solución, podría decir alguien, aunque eso tenga un significado bastante ambiguo. El periodista antioqueño Juan José Hoyos escribió alguna vez un bello texto titulado El precio del silencio y que trata sobre un dispositivo tecnológico de bolsillo, el TV-B-Gone, que sirve para apagar cualquier televisor en cualquier lugar. “Su difusión puede tener consecuencias insospechadas: si de pronto todas las pantallas dejan de funcionar muchos papás tendrán que empezar a educar a sus hijos y hablar con ellos. Si el televisor que se apaga es el de la alcoba, puede suceder algo peor: las parejas tendrán que enfrentar un silencio que puede resultar embarazoso. Tendrán que mirarse a los ojos, de vez en cuando, y hasta hablar”.

En fin, aquello de apagar e irse quizá sea solo un decir, una forma de escape o de defensa. Pero la realidad por fuera de los medios, la realidad cotidiana, tampoco es el paraíso que quisiéramos, o al menos el “no infierno” que quisiéramos. Por muchas razones. En tal sentido, transitar por las calles de la ciudad es toda una experiencia. En los semáforos mucha gente hace malabares para obtener una moneda. Algunos son malabaristas de verdad y otros son impulsores improvisados de productos de todos los tipos, tamaños y precios. Otros, a fuerza de tanta exposición escénica, han afinado sus recursos histriónicos para ser más convincentes o apelan a la estrategia obscena y tremendista de mostrar sus llagas para despertar compasión. Y en otras esquinas o en otros semáforos están los drogadictos o los indigentes que con frecuencia se enojan si no se atiende su mendicidad. Y más allá de la esquina está el ladrón que roba al estudiante o a quien se desloma día a día tratando de conseguir un bocado de comida para su familia. Y más allá está el que atropella y se va, o el que ve y se torna indiferente, o el que empuja y ni siquiera se disculpa, o el que se salta la fila sin ningún pudor, o el que insulta por puro deporte, o el jefe arbitrario que en la oficina o en la empresa les amarga la vida a las personas a su cargo sólo por evidenciar quién tiene el poder. Y están más, muchos más. En todos los escenarios. Entonces, ¿es posible apagar el ruido y tener alguna esperanza?

No digo que si la realidad de las pantallas y los medios nos agobian, al igual que nos agobia la realidad de tres o más dimensiones, debamos convertirnos en ermitaños y aislarnos de la vida en sociedad. Aunque supongo que algunos lo habrán hecho. Tengo un amigo, por ejemplo, que no consume contenidos de medios de comunicación y dice que así está más tranquilo. Esa puede ser otra forma de anacoresis, aunque otros podrían decir que es “meter la cabeza en la arena”. A mi amigo nunca le he preguntado qué siente cuando sale de su casa y observa y vive esa realidad de la que pareciera huir.

Lo cierto es que ya en la calle todos construimos una cartografía propia y allí podemos descubrir no sólo aquello que a veces nos hace querer apagar el ruido del mundo sino también, si afinamos la mirada, aquello que magnifica la heroicidad cotidiana de muchos seres anónimos que se dan las formas de derrotar sin aspaviento las desesperanzas y las dificultades. Como si fueran Sísifos, sí, pero que se resisten a creer que estén condenados para siempre. Quizás en momentos así no haya ruido sino música. Una banda sonora vital.