Anales del imperio romano

El susodicho académico encuentra situaciones que socorren su punto de vista, entre las más relevantes, la divinización del personaje (Dios hecho carne).

Por Donaldo Mendoza

La Biblioteca de Historia (Orbis, 1986), No. 94, publicó la obra que da título a esta columna. Pues bien, la reciente Semana Santa me motivó su lectura. Y también fueron estimulantes los videos que sobre Jesucristo y su doctrina ofrece el sitio web Youtube. Uno de esos videos presentaba a un académico con títulos en teología y estudios religiosos, quien sostiene que Jesucristo es una invención de los evangelistas, especialmente de Pablo de Tarso.

El susodicho académico encuentra situaciones que socorren su punto de vista, entre las más relevantes, la divinización del personaje (Dios hecho carne). Y no obstante la carne, la humanidad de Jesús fue casi borrada; agréguese a ello, 1) el nacer de una madre virgen; y 2, el contexto histórico: Judea es una provincia de Roma, en donde a los emperadores se les diviniza: “Hechas las exequias de Augusto, en la forma acostumbrada, se le decretaron el templo y los honores celestes como a uno de sus dioses”.

En más de dos mil años, la fe ha sostenido, con fundamentación teológica, la naturaleza divina (Dios) de Jesucristo, y los creyentes practicantes y los laicos lo dan por hecho. Salvo que al laico siempre le asalta la idea terrenal de Jesucristo, en sincretismo con la iluminación que hace que su reino no sea de este mundo. Transformación que se observa también en personajes como Buda y Mahoma.

Cornelio TÁCITO (Roma, 55 – 120), el autor de Anales (115 – 116), es una de las pocas referencias no cristianas que aportan información de interés para pensar y creer que a Jesucristo no se lo inventaron, sino que realmente existió. Tácito vindica la objetividad de sus escritos con rasgos de estilo que justifican su proceder, su método: “…apenas me atreveré a decir cosas con certidumbre”. “Contaré los sucesos de los otros y las cosas de aquella edad…” “Yo, que acostumbro a escribir llanamente todo aquello en que los anteriores concuerdan…” y, “referiré las mismas palabras”.

Con esa “imparcialidad”, Tácito hace el registro histórico de uno de los emperadores más crueles y malvados en varios siglos de imperio romano: Nerón. Como quiera que en ese contexto Tácito habla igual de la dimensión política y el tamaño moral de la condición humana. Expresivo, denso y conciso son rasgos que definen el estilo de la prosa latina de Tácito. Y cuando una verdad importante quiere comunicar, a toda una comunidad involucra: “Porque a todos era notoria la feroz crueldad de Nerón, a quien no quedaba ya otra maldad por hacer, después de haber muerto a su madre y hermano, sino la de quitar la vida a su ayo y maestro (Séneca)”.

En el año 64 tuvo lugar el incendio que arrasó tres cuartas partes de la ciudad de Roma, de su causa los historiadores no despejaron del todo las dudas, pero se conjeturó que fue obra de Nerón. Tácito lo registra con el tono y el estilo del rumor: “…divulgado por toda la ciudad y corrido la voz de que en el mismo tiempo que se estaba abrasando Roma había subido Nerón a un tablado…, y cantado en él el incendio…” Y sucedió que por ese tiempo había en Roma un número considerable de cristianos que, si bien habían ganado algunos adeptos, también despertaron antipatía en otros, situación esta última que supo aprovechar Nerón. Transcribo el texto de Anales, para que el lector siga desarrollando el propósito de esta columna.

«Nerón, para divertir esta voz y descargarse, dio por culpados de él, y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos, a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea. …se rompió algún tiempo aquella perniciosa superstición; pero tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde llegan y celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes. … Y así, aunque culpables estos y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a compasión y lástima grande, como personas a quienes se quitaba miserablemente la vida, no por provecho público, sino para satisfacer la crueldad de uno solo».

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