- Inicio
- Mi Ciudad
- Mi Región
- Política
- Opinión
-
Deportes
- Copa El Nuevo Liberal
- Judicial
- Clasificados
- Especiales
ANA MARÍA RUIZ PEREA
@ANARUIZPE
Esta semana tuve el gusto de escuchar una conversación de Gustavo Wilches a propósito del Día del Agua, un curso intensivo de desprendimiento de la perspectiva individual para poner la cabeza en la dimensión territorial y global. En algún momento de la charla volví a encontrarle sentido a la clase de geografía en la primaria, cuando dibujaba con colores las venas azules que se desprendían de las montañas para unirse, curvas y meandros adelante, a las líneas azules más gordas, que eran en mi mapa el Magdalena, el Cauca, el Caquetá, el Atrato, el Meta, el Patía. Cuando terminaba la tarea de geografía de los ríos y las cuencas de Colombia, mi país era como el cuerpo humano en la cartelera de ciencias, lleno de venas que transportan líquido vital a todo el organismo.
Somos un país tremendamente privilegiado, decía Gustavo, porque nuestras grandes cuencas nacen y mueren en el país. Esto es, en términos administrativos y políticos, que afectar o proteger nuestros ríos solo nos incumbe exclusivamente a nosotros mismos. No tenemos los problemas del Nilo, por ejemplo, que atraviesa 10 países, o el Amazonas que rueda por 9, porque los afluentes que alimentan a nuestros grandes ríos están en este mismo territorio; porque las tierras bajas donde nacen las culturas anfibias no dependen de otra legislación y otro sistema político aguas arriba para sobrevivir. No. El privilegio que tenemos en Colombia no es solo la cantidad de agua que brota de sus cordilleras sino también, y sobre todo, contar un sistema integrado y autónomo, cuya supervivencia depende de lo que nosotros mismos hagamos.
Cuántas atrocidades se cometen contra los ríos en Colombia, y qué admirable es la capacidad de resiliencia de esta tierra que todavía nos regala generosa tanto líquido vital. Si no fuera por la lucha de unos pocos, que menos mal cada vez son más, que defienden los páramos y manantiales, cuánta escasez de agua estaríamos padeciendo en las ciudades, donde abrimos el grifo creyendo que el agua nace por generación espontánea en el tubo.
Con la arrogancia heredada de todas las generaciones de humanos depredadores de la naturaleza, no cesan los intereses de explotación de riqueza legal e ilegal de los ríos colombianos desde su nacimiento hasta la desembocadura. Basta ver la torrencial cuenca del Pacífico, envenenada con mercurio y destrozada por las dragas incesantes, o la devastación social de los pueblos del Bajo Cauca por cuenta de ese monumento a la ambición desenfrenada que es Hidroituango. En Colombia se matan las aguas, las culturas, y a quienes las defienden. Pero como ellas, y como la vida misma que es terca, las comunidades resurgen después de pasar por los peores momentos. Y la historia parece de nunca acabar, porque los asesinos de aguas y de gente acechan permanentemente, por todo el territorio nacional.
Tal vez si aprendiéramos a leer nuestros intrincados mapas fluviales entenderíamos que tanta violencia tiene orígenes difíciles de ubicar, pero que como los ríos, más tarde o más temprano concluirá su paso en un mar.
Comentarios recientes