Por Antonio María Alarcon Reyna
Especial para EL NUEVO LIBERAL
La cita con el maestro Adolfo Torres era a las once de la mañana y llegamos muy puntuales. Me acompañaba el poeta Jorge López Garcés, amigo del pintor y quien me había servido de puente para que el maestro nos abriera las puertas de su casa taller y nos concediera una entrevista. Por anticipado sabía que el artista payanés es alérgico a las grabadoras, los micrófonos y las cámaras, es decir a los periodistas y que nunca va a una emisora ni a un periódico y mucho menos a un estudio de televisión. Esperaba encontrarme con un tipo arisco, lacónico, monosilábico, y por supuesto, yo también estaba algo nervioso.
Pero cuando nos abrió la reja que separa el antejardín de su casa taller y recibí su apretón de manos cálido, afectuoso y recio, supe que ambos, sin proponérnoslo, empezábamos a romper el muro de nuestras mutuas prevenciones. Nos hizo seguir a su estudio lleno de pinturas, esculturas, pinceles, caballetes y nos pidió un momento para empezar la entrevista. Nos quedamos con Jorge recibiendo el sol que a borbotones se metía por los amplios ventanales ubicados al extremo derecho de la casa, mientras recorríamos en silenciosa contemplación los cuadros repartidos en todo el estudio del maestro.
Me sentí en un santuario creativo que siempre me ha parecido mágico. Estar en el sitio donde un artista puede encontrar esa inspiración que lo hace diferente al resto de los mortales, es como estar en el laboratorio de un alquimista sintiendo que se puede hacer oro, pero que uno no sabe hacerlo. Miré de reojo a Jorge, quien ya acostumbrado a estar en este lugar tan íntimo y personal de Adolfo, se movía con propiedad por el espacioso salón.
Luego de unos minutos el maestro salió y con su sonrisa franca, medio nerviosa y transparente, nos fue mostrando el producto de sus años de trabajo mientras nos contaba sobre su vida.
Nació en Popayán en 1951. Luego de graduarse de bachiller, inició su vida laboral como cajero de un banco y fue estudiante de Contaduría en la Universidad del Cauca, pero su necedad por ser artista, lo llevó a retirarse para ingresar a la Facultad de Artes, se graduó de Maestro de Artes Plásticas. Luego se fue a México a realizar la Maestría en artes Visuales, Pintura en la Universidad Nacional Autónoma de México y obtuvo el título de Maestro en Artes Visuales con énfasis en pintura.
El maestro tiene claro que la Universidad del Cauca ha sido el pilar fundamental en su vida personal y profesional, pues en ella estudió, trabajó durante 30 años, tuvo la posibilidad de adelantar su maestría en México y finalmente se jubiló.
Con cierto aire de nostalgia recuerda que en sus inicios comenzó dibujando tarjetas navideñas y sus primeras experiencias y encuentros con la pintura, fueron gracias al maestro Augusto Rivera, quien tenía el taller cerca de la casa de Adolfo y de vez en cuando él pasaba a ver cómo el pintor, nacido en Bolívar, Cauca, trabajaba en sus cuadros. Desde ahí nació la admiración por la obra de Rivera. Otro pintor que evoca con respeto es al maestro payanés Efraín Martínez, a quien ha estudiado con cierta reverencia pues considera que sus bocetos y sus lápices son de una valía artística impresionante. Pero su admiración por los pintores se extiende al muralista mexicano Rufino Tamayo, al que conoció personalmente en su estadía en México y ha sido uno de sus referentes para entender y aprender el manejo de las texturas, al igual que los maestros españoles Miguel Barceló y Antoni Tápies. Indudablemente, una gran influencia recibida por el maestro Adolfo Torres, es la de su profesor de dibujo y amigo, Rodrigo Valencia Quijano, con quien no solo comparte sus gustos por la pintura, sino que también es su contertulio en estos temas artísticos.
Adolfo recuerda como hace casi 30 años, salió de su Popayán ensoñadora y llegó a Ciudad del México, una metrópoli avasalladora que lo sedujo con su magia y encanto particular. Él, un joven provinciano llegaba a uno de los epicentros de la cultura, solo armado de pinceles y ávido de aprender nuevas técnicas y crecer como artista. Fue un choque visual muy fuerte que le permitió al maestro entender que el proceso que traía como pintor era muy convencional, con demasiado respeto al purismo por las líneas y con trazos muy acartonados. Pero igualmente lo convenció de que su evolución artística iba por buen camino.
Sin amilanarse por esas nuevas tendencias de la vanguardia latinoamericana, comprendió que podía acercarlas a su intento de encontrar lo que Adolfo llama “mi propia caligrafía pictórica”. Su paso por México le ayudó a dar el salto que sus trazos necesitaban y su gusto por la investigación, su disciplina y su perseverancia, lograron darle forma a la búsqueda personal de un estilo propio, de esa caligrafía que lo define como pintor.
El maestro Adolfo es pertinazmente exigente con la calidad de los insumos que utiliza para sus obras. El mismo prepara los colores, selecciona las telas, recurre a lo mejor para evitar el deterioro físico de las pinturas con el paso del tiempo, y así seguir madurando las nuevas posibilidades plásticas que diariamente rondan su espíritu creativo.
El gusto por las formas arquitectónicas de Popayán, el encantamiento que tiene por la figura humana, la sensibilidad por el espíritu sacro de la Ciudad Blanca, el deseo de resaltar lo profano de su entorno, su deleite por el folclor y la multiculturalidad hacen que la impronta del maestro Adolfo sea cada vez sea más concreta, más clara, más contundente.
Definitivamente las manos creadoras del maestro, le fueron moldeando el camino y todas sus vivencias, sensaciones, olores, sabores, recuerdos, presencias, fueron, como en el molde de un vaciado para una escultura, construyendo su esencia personal, su impronta, ese toque individual que hace que quien vea uno de sus múltiples cuadros pueda decir, “esto es del maestro Adolfo Torres”. Su pintura tiene luz, presencia, fuerza y un vigor que parece brotar de esos colores fuertes que atrapan desde los trazos de la espátula, y que se siente, fueron hechos con total determinación y contundencia para conservar y perpetuar un estilo propio.
Su pintura es directa, clara, detrás de sus trazos no se esconden segundas intenciones y por eso llega directamente al alma. No hay atajos ni distracciones que alejen al espectador del objetivo del maestro. Los retratos emocionales que magistralmente plasma en sus óleos tienen ese toque de familiaridad que casi nos pone a conversar con el retratado. El Maestro Adolfo tiene la virtud de sondear el alma del modelo a retratar y mágicamente encuentra ese punto crucial que define sus facciones y logra recrearlas en esos retratos afectuosos.
Según sus propias palabras, “Hay todo un carnaval secreto en mis figuras, intrusos fantasmas exorcizados en mis cuadros, lo mismo que el dolor del hombre perdido en su impotencia. De allí mis ‘Míticos’(1988) y ‘Sacrificios’ (2002), o la historia que uno quiere reencontrar en los ancestros milenarios, en ‘Viacrucis 500 años’ (1992). Soy sensible a la belleza de las formas ‘Desnudos’(1995), tanto como a los lugares entrañables de nuestra arquitectura colonial (serie ‘interiores’ (1998)), lo mismo que a los testimonios de un pueblo que siembra su música en el tiempo (serie ‘Chirimías’), como dejé memoria en el monumento escultórico de ‘Chirimía’ (2000).
Pero es, ante todo, mi propio rostro, lo que busco permanentemente en medio de las sombras («Autorretratos»1993), y para ello debo explorar el límite de mis posibilidades, deambular entre los hombres, ser sensible al sufrimiento humano, inquirir el porqué de la angustia que signa la historia desde siempre, el por qué la violencia opaca la felicidad de esta patria del Sagrado Corazón; y entonces veo que el Cristo es la imagen viva del acontecer individual y universal, inquietudes que revelo en la exposición, “Entre Pasos” (2007), enraizada en nuestra centenaria cultura religiosa y procesional de la Semana Santa de Popayán”.
Cuando miró el reloj descubro que son las dos de la tarde y caigo en cuenta de que al maestro Adolfo no le gustan las entrevistas, por lo que cordialmente le ofrezco mis disculpas por extendernos tanto. Me mira con sus vivaces ojos y se ríe a carcajada batiente diciéndome: “no es a los periodistas a quienes temo, es a mi… me dan miedo las entrevistas” y antes de salir me regala un boceto de uno de sus cuadros. De nuevo en el antejardín de su casa siento el suave apretón de sus manos cálidas al despedirnos y salgo convencido que los temores del maestro y los míos, se desvanecieron en ese mágico recorrido por su taller, por su obra, por sus caminos… por su alma.
Comentarios recientes