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Según lo que aseguran quienes trajinan con los jóvenes de hoy, a ellos, aún doctorados, les cuesta trabajo redactar decorosamente un texto. Ya lo había percibido. Muchas veces lo que debería ser fácilmente abordable, se convierte en un quebradero de cabeza para quien pretende hacerlo sin morir en el intento.
Sucede que un texto gramatical no es una armazón sin base. Escribir demanda conocimiento de las partes de la oración gramatical: verbo, adjetivo, sujeto, etc., etc., etc., sapiencia más que mediana acerca de los requerimientos sintácticos, vocabulario generoso, cercanía a las bondades y exigencias semánticas, amén de ortografía cabal y algo de reconocimiento respetuoso de su poder, hasta ahora innegable. Es decir, el autor se enfrenta a un ser vivo, que se manifiesta a medida que los párrafos toman forma. Una criatura que necesita ser conocida a fondo, manoseada si se quiere, saboreada y sobre todo respetada. Solo así podrá manejarse de manera fructífera.
En mis tiempos de estudiante, las disciplinas humanísticas eran estrictamente necesarias. La palabra hablada y escrita constituía brújula imprescindible para un viaje que quizá, debido a la carencia total de recursos tecnológicos, se dedicaba a familiarizarnos con el mundo humanístico y sus incontables posibilidades. Leer era una costumbre establecida. No todos éramos escritores pero sí todos conocíamos la conexión fonética, gráfica y oral de su majestad la palabra, una parienta cercana que generosamente nos ayudaba a ser. No solo embellecía la manera de hablar, su poder comunicativo invadía terrenos nobles y vericuetos desconocidos.
Hoy es distinto porque los resortes escriturales son desconocidos para la juventud. No pueden abrir la puerta porque no tienen la llave. ¡Ojo muchachos nacidos y crecidos entre teclas, pantallas, cables y abreviaturas de nueva generación! Más allá de este horizonte de electrónicas y muy útiles tácticas, está ella, la palabra, la dueña de las relaciones humanas y de las supervivencias duraderas.
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