¡A mí que no me cremen!

HORACIO DORADO GÓMEZ

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A mi Popayán llegó la terrible costumbre de la cremación como una brutal práctica de deshacerse del cuerpo humano muerto, incinerándolo en un horno crematorio junto al campo santo. En este país recientemente anestesiado del dolor por muertes ajenas, la elección cada vez más frecuente y costosa de poner a disposición final el cadáver a una máquina, es bárbara, para utilizar un término menos espeluznante.

En la edad media, la cremación en vida se usó como castigo a los herejes. En la edad moderna, incinerar el cuerpo inerte, nació promovida por los higienistas del movimiento moderno de la cremación. Y fue el Papa Pablo VI quien en 1963 levantó la prohibición de la cremación, permitiendo en 1966 a los sacerdotes católicos la posibilidad de oficiar en ceremonias de cremación, bajo el dogma de que Dios puede resucitar tanto a un muerto completo, como a un puñado de cenizas.

Así que, los afligidos, bañados de sus últimas lágrimas, entregan la rígida masa corporal en la puerta del siniestro recinto. Metido en el ataúd más lujoso por el “combo” completo del servicio funerario: arregladito, empolvado, pintado para remediar el tono cadavérico; pegados ojos y boca con súper bonder, con gesto sonriente; bien trajeado: estrenando de pies a cabeza; incluida la joya favorita del difunto. Tan bonito, que no le falta sino hablar. Hasta aquí, el encanto especial y llamativo (glamour).

Ya adentro del recinto procesador de desechos, salón de torturas, empieza el trato industrial. Las pertenencias que adornaban el cadáver, pasan a otros beneficiarios. Traje y zapatos nuevos, son para estrene de los empresarios de la muerte que lo desvisten. Como vino al mundo, hace fila para continuar la faena.

Cuando le toca el turno, en la segunda etapa, el inanimado cuerpo lo meten bajo una plancha compactadora, que, con alto tonelaje, lo tritura, convirtiéndolo en una masa con astillas de huesos, aplanada como una “chuleta humana”, chisgueteando líquidos por doquier. Comprimida la masa, es colocada en una cazuela e introducida al horno para incinerarla a una temperatura de 760 a 1150 °C. Ardiendo en fuego durante el proceso, la gran parte previamente aplanada y carbonizada, es vaporizada y oxidada por el fuego del horno tan parecido a las llamas eternas de un alma en pena y, sus gases descargados al sistema de escape. Este proceso toma al menos, dos horas a la temperatura indicada, es decir, chamuscado en su propio infierno. El proceso aún no termina.

Tres días hábiles se toman para entregar los residuos. Una vez enfriada la masa, transformada en “chicharrón” ennegrecido, lo introducen a una moledora, cual “licuadora”, hasta pulverizar en cenizas, en una bolsa con boleta numerada de “producción”.

El proceso en sí, no dura tres días, sino que es el tiempo que se toman previendo, fallas mecánicas o de energía eléctrica. En cuyo caso, el operario mantiene, “stock”, existencias de residuos, para atender reclamaciones “urgentes” de la clientela. Entonces, los adoloridos familiares sollozarán ante un pequeño cofre con cenizas que no son las del ser que amaron en vida ¡A mí que no me cremen!