Por: Juan David Correa
Armero es una ruina abandonada a la orilla de la carretera que de Ibagué conduce al viajero hacia el norte del Tolima. Tras atravesar Alvarado, Venadillo y Lérida, después de ciento veinte kilómetros desde la capital del departamento, hay una estación de gasolina, y bajo la sombra de unos árboles inmensos, unos metros más adelante, se ve a un par de hombres que venden DVD con la historia de la tragedia más brutal que haya acontecido en la historia de Colombia: El deslave del volcán Nevado del Ruiz, que, al tomar el curso de los ríos Lagunilla y Gualí, el 13 de noviembre de 1985, a partir de las 11:20 de la noche, aproximadamente, sumergió a la población en un mar de lodo, lava hirviendo, árboles, piedras y agua y que hoy, treinta años después, es el testimonio de la desmemoria y la desidia estatal que no hizo, ni hará —con mucha probabilidad— nada por preservar la historia de un pueblo que alguna vez fue considerado la capital blanca de Colombia, por sus cultivos de algodón. Una ciudad próspera, de unos cincuenta mil habitantes, cuando acaeció la tragedia en la que murieron alrededor de veinticinco mil personas por una avalancha que alcanzó casi los diez metros de alto, algo así como un edificio de cinco pisos, y que arrasó con el pueblo entero. Tan es así que hoy quien camine por la maleza y el bosque que ha crecido desordenadamente sólo advertirá algunas cruces perdidas; algunas lápidas agrietadas; algunos rastros de que allí hubo una ciudad que permanecerá enterrada y que pocos recordarán; algunos pedazos de fachadas de casas insertos en medio de la naturaleza y el calor de cuarenta grados a la sombra. Sólo dos lugares en algo se mantienen: la plaza principal, de la que se ven los andenes y el templete central, el piso de la iglesia de San Lorenzo y la señalización de las calles 11 y 12. Y el otro, unas cuadras más abajo, una especie de santuario popular en el lugar donde murió Omayra Sánchez, una niña de apenas doce años cuya agonía fue transmitida a todo el mundo, en vivo y en directo, en las horas en las que intentó mantenerse con vida tras quedar atrapada por una viga en la mitad de su cuerpo.
A ese santuario van centenares de personas a poner exvotos, o placas conmemoratorias, pues la niña se ha convertido en una especie de mito popular que, dicen quienes creen, ha hecho milagros. Eso es todo. De Armero no queda nada más.
Quizás un aire denso que se respira en medio del bosque por el que corren lagartijas y ardillas y donde uno puede sentir la energía de esos miles de personas de condiciones diversas, todas desaparecidas, como Víctor Hugo Zambrano, propietario de la copiadora Onix; Marion Kempert de Gaitán, ciudadana alemana llegada con su esposo, el médico Juan Antonio Gaitán, unos días antes de la tragedia y quien estaba embarazada de siete meses; Maritza Ibarra de Quezada, exreina de belleza de los Territorios Nacionales y quien desapareció en compañía de sus dos hijas, Ivonne, de dos años, y Carolina, de cinco; Manuel Guillermo Saavedra, ingeniero agrónomo y funcionario de Plantas Tropicales Santuario; Luis y Otilia Ulloa, abogado y ama de casa; Florentino Monroy, propietario de tierras, entre otros miles.
II
A las 11:20 de la noche del 13 de noviembre de 1985, noventa millones de metros cúbicos se precipitaron sobre Armero como si se hubiera abierto un abanico de lodo y agua que devoró todo. La actividad en el cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz se había iniciado meses antes, y aunque hubo advertencias en la prensa y algunas alarmas puntuales de geólogos internacionales, nadie hizo nada para que la población se salvara.
A las 9:20 de la noche se inició una explosión de gas dentro del cráter Arenas. A pesar del estruendo, sólo Hernán Castrillón, en el noticiero TV Hoy, de las nueve de la noche, cerró la emisión diciendo que había preocupación por el hecho pero que no se tenían más detalles de lo acontecido. La avalancha se deslizó cuarenta y ocho kilómetros, la distancia que separaba a la población del volcán, y dos horas después la impactó a más de trescientos kilómetros por hora. En el lapso de dos horas sepultó para siempre la memoria de un pueblo que había sido fundado a comienzos del siglo xx. Luis Fernando Monroy vive en Ibagué y recuerda, como muchos, esa noche con algo de impotencia e incredulidad. A pesar de que han pasado treinta años desde entonces, la pesadilla del recuerdo se mantiene intacta cuando empieza hablar. Este hombre de cincuenta y seis años sobrevivió al horror que muchos no han podido olvidar.
A las 11:20 de la noche del 13 de noviembre de 1985, noventa millones de metros cúbicos se precipitaron sobre Armero como si se hubiera abierto un abanico de lodo y agua que devoró todo. La actividad en el cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz se había iniciado meses antes, y aunque hubo advertencias en la prensa y algunas alarmas puntuales de geólogos internacionales, nadie hizo nada para que la población se salvara.
A las 9:20 de la noche se inició una explosión de gas dentro del cráter Arenas. A pesar del estruendo, sólo Hernán Castrillón, en el noticiero TV Hoy, de las nueve de la noche, cerró la emisión diciendo que había preocupación por el hecho pero que no se tenían más detalles de lo acontecido. La avalancha se deslizó cuarenta y ocho kilómetros, la distancia que separaba a la población del volcán, y dos horas después la impactó a más de trescientos kilómetros por hora. En el lapso de dos horas sepultó para siempre la memoria de un pueblo que había sido fundado a comienzos del siglo xx
Luis Fernando Monroy vive en Ibagué y recuerda, como muchos, esa noche con algo de impotencia e incredulidad. A pesar de que han pasado treinta años desde entonces, la pesadilla del recuerdo se mantiene intacta cuando empieza hablar. Este hombre de cincuenta y seis años sobrevivió al horror que muchos no han podido olvidar. Luis Fernando nació en Armero y terminó el colegio en el pueblo. Hijo de Floro Monroy y «Trigueña» Uribe, a los dieciocho años se fue a vivir a Bogotá para estudiar Arquitectura en la Universidad Piloto. Al terminar sus estudios decidió regresar al pueblo pues no se acostumbró nunca al ritmo de la ciudad y extrañaba el inmenso caserón que habían construido sus padres; además de los amigos de toda la vida, y la apacible existencia de un lugar próspero, levantado, sin embargo, sobre la sombra de una historia de lahares y avalanchas que lo amenazaban desde el siglo xvi, cuando fray Pedro Simón documentó la primera gran erupción que arrasó las tierras en las cuales se fundó, en 1895, el primer caserío, llamado San Lorenzo.
Trigueña Uribe, la madre de Luis Fernando, se había separado de Floro Monroy, y su casa se había convertido en una especie de hostal para las decenas de estudiantes que llegaban a hacer sus prácticas en el Hospital Psiquiátrico de Armero. En uno de los cuartos vivía uno de los héroes de esta triste historia: el alcalde Ramón «Moncho» Rodríguez.
La tragedia de Armero es incomprensible sin tener en cuenta los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando un comando del m-19 se tomó por asalto el Palacio de Justicia. Como en todas las desgracias en Colombia, casi siempre hay hechos que vinculan una historia con otra. Eso le ocurrió a Luis Fernando, que, cuatro días antes de la tragedia, viajó a Bogotá a visitar a algunos familiares que se salvaron de los hechos del Palacio. «La hija del magistrado Humberto Murcia Ballén vivía en nuestra casa, pues hacía sus prácticas en el hospital. Además estaba Carlos Betancur Jaramillo, presidente del Consejo de Estado, casado con una hermana de mi mamá, la tía Chepa. El otro era un familiar de mi papá, Eduardo Suescún Monroy. Mi mamá resolvió que debíamos ir a visitarlos, y como yo la ayudaba manejándole el carro nos fuimos para Bogotá, hacia el 10 de noviembre. Allá estuvimos tres días haciendo visitas, pero el 13 de noviembre mi mamá resolvió que nos devolvíamos para Armero. Después de mediodía cogimos carretera y llegamos hacia el atardecer.
»Entrando al pueblo, ya casi en la penumbra, comencé a notar que el parabrisas del carro se llenaba de polvo y no limpiaba bien los vidrios. Cuando llegamos a la casa había un ambiente tenso. La gente estaba inquieta y se sentía algo pesado. Seguramente alguien le dijo a mi mamá que el asunto estaba complicado, y que había que irse del pueblo. Ella, por supuesto, se rió en ese momento y creyó que se trataba de una broma. Lo cierto es que entramos a la casa. Nada se dijo en esas horas que pasaron, ni en la radio, ni en la televisión.
»Yo estaba en mi habitación hacia las 9:30 de la noche. El alcalde Ramón Rodríguez estaba en su cuarto haciéndose un tratamiento para el resfriado. Ahí escuchamos la noticia que anunció Hernán Castrillón, que decía: “Atención, que está pasando algo en el Nevado del Ruiz”. De repente, mi mamá se asomó por una ventanita que tenía en su puerta, medio dormida, y le gritó a Ramón que se comunicara con Ibagué. Yo me volteé como para dormirme pero me puse a pensar en esas dos coincidencias, lo del noticiero y la llamada de Ramón, y pensé: “Ah, yo mejor me levanto a hablar con él”. Ramón era radioaficionado. No recuerdo bien con quién le dijeron que se comunicara, pero hasta donde entendí era con Ramiro Lozano Leyva, director de la Cruz Roja del Tolima, quien también era radioaficionado».
. . . .
Ramón Rodríguez había intentado, por todos los medios, alertar al gobernador del Tolima, Eduardo García Alzate, quien se negó a pasarle al teléfono pues estaba jugando billar. A pesar de que la Cruz Roja había sostenido varias reuniones esa noche, y que a las 9:30 se había detectado la actividad del volcán por parte de algunos funcionarios de Ingeominas que seguían la actividad desde el páramo de Letras, Moncho, como era conocido, no pudo hacer nada.
«Le pregunté a Ramón que qué estaba pasando. Él me sacó un mapa de Armero y me dijo que iba a haber una inundación. Ubicó la casa donde estábamos y me explicó que, según lo que ellos sabían, la mitad de la casa iba a ser afectada, y la otra mitad no, según el curso del río Lagunilla. No puedo decir qué pensé. Pero el área más afectada de las que mostró Ramón era donde vivía mi papá. Así que de inmediato cogí el teléfono y lo llamé. Le dije que iba a pasar algo, que lo mejor era salir de ahí. Esa fue la última vez que hablé con él.
»En ese momento salió mi mamá. Nos pareció raro porque sobre la piscina se veían caer gotas gruesas de lluvia. Salí de mi casa para ver cómo estaban mis vecinos, los Devia, y cuando regresé, sintiéndome mojado por la supuesta lluvia, me di cuenta de que tenía la cabeza llena de arena. Esa vaina me preocupó más. Le insistí a mi mamá en que había que irse».
Luis Fernando no puede recordar horas ni minutos. Pero él calcula que debían ser las 10:30 de la noche. Ramón se había pegado al radio a hablar con otros radioaficionados de Ibagué, mientras que Luis salió de su casa y tomó camino hacia la quebrada, la zona que él creía iba a afectarse más por la supuesta inundación
«Salí por la Calle 12 gritando. Incluso hace unos años, el hijo del gerente de la Caja Agraria de entonces me dijo que su papá, quien falleció después en Ibagué, le había dicho que gracias a mis gritos ellos se salvaron. Al fin llegué hasta la quebrada gritando como loco. Cuando llegué al río me encontré a la novia de un amigo que iba vestida de voluntaria de la Cruz Roja.
—¿Usted para dónde va? —le pregunté.
Me contestó que los habían llamado a reunirse de urgencia. Yo la miré y le dije sin dudarlo:
—Saque a su familia primero que todo.
»De repente se fue la luz. Todo quedó oscuro. Y comenzó a sonar un ruido horrible. Ensordecedor. Y yo, que conocía ese río, porque nosotros hacíamos paseos prohibidos por el Lagunilla con neumáticos para hacer una especie de canotaje criollo por esos rápidos tan tremendos, pensé en las inmensas rocas que había y en que todo eso se nos iba a venir encima. Por fortuna yo era deportista, todos los días trotaba, y me conocía al derecho y al revés el pueblo. Así que a oscuras llegué a la casa. Abrí la puerta y busqué a mi mamá. Le grité pero vi que el carro no estaba. Según entiendo se había ido con Ramón. Me entró un desespero horrible.
»Por fortuna, al salir a la calle, los Devia, mis vecinos, estaban esperando a su papá pues se había ido corriendo a buscar unos documentos y unos cdt que tenía en el sector de El Carmelo. Ellos no tenían carro pero sí motos. El señor llegó al momentico. Eran tres motos. Vi la posibilidad de subirme en la moto en la que iban Abraham Devia, uno de los hijos, y su mamá pegada a la espalda. Yo era amigo de Abraham y participábamos en competencias de observación de motos.
—Abraham, esta es la carrera que no podemos perder —le dije imaginando que íbamos a tener que atravesar cientos de obstáculos; de gente corriendo más asustada que nosotros».
Había que actuar con cabeza fría, pensó Luis Fernando, quien después de haber llamado a su padre, y de no encontrar a su madre, supuso que lo único que debía hacer era salvarse él. Se subió a la motocicleta mirando hacia atrás para hacer una especie de retrovisor de Abraham, quien comenzó a acelerar a fondo.
Armero estaba atestado de gente en la calle que corría para todas partes. Unos creían que el punto de encuentro era una inmensa cruz blanca pintada en la sede de la Cruz Roja, pues el único temor que tenía el pueblo, según lo cuenta María Eugenia Caldas, quien ese día salió de Armero a una reunión en Cali y perdió para siempre a sus dos hijas y a sus padres, era que se lo tomara la guerrilla de las Farc, que estaba en inmediaciones de Santuario, cerca de Ambalema. Muchos permanecieron encerrados en sus casas, esperando que lo que comenzaba a ser un bramido furioso de la naturaleza fuera una inundación.
Abraham condujo sin detenerse hasta la loma de los Pijaos, una zona donde estaba ubicado el Club de Tiro, Caza y Pesca. Era un lugar elevado en el que, pensaron con razón, podrían resguardarse. De repente sonó una explosión —presumiblemente la planta de energía eléctrica del pueblo— y todo se fundió a negro.
. . . .
El médico cirujano Juan Antonio Gaitán había llegado a Armero a visitar a sus padres después de haber vivido durante varios años en Alemania, en compañía de su esposa, Marion Kempert, quien estaba embarazada de siete meses. Él estaba con su padre, su madre, su esposa y la empleada en la casa, y describe de la siguiente manera el momento en que se precipitó la avalancha: «Entonces sentí el bombazo. Un estallido tremendo. En ese momento yo no era consciente de dónde estaban ni mi mamá ni mi esposa ni la empleada del servicio. Mi papá, que ya tenía ochenta y pico de años, estaba a mi lado. De repente, algo nos tumbó al suelo y nos empujó hacia el fondo. Nos empujó por un corredor hacia el cuarto. Nos empezó a meter y comenzó a subir de nivel. En Armero, los techos eran muchísimo más altos que las puertas; en ese momento sentí que algo pasó por el techo, y mi papá dijo: “Uy, carajo”. Ahí me di cuenta de que me había quedado con su brazo en mi mano. Se desprendió del cuerpo. Ese algo me estampó contra el techo. Como yo tenía la idea de que la puerta estaba por debajo, y de que eso era agua, intenté consumirme y salir por el dintel de la puerta. Sin embargo, comencé a sentir una presión tremenda, y luego, ¡bum! Salí y cuando pude respirar oí a mi mamá buscándome:
—Juancho, Juancho.
—¿Qué pasó, mami?
—¿Y su papá?
—Yo creo que murió.
—Juancho, tranquilo, valor, que de esta salimos.
»No me dijo ayúdeme, no me dijo sino eso. Pensé: “Esta vieja berraca, en las que estamos y me dice valor, Dios mío”. Empecé a sentir que ese algo en el que yo estaba comenzó a moverse. Yo no supe muy bien qué fue lo que le pasó a mi mamá después de esa conversación. Hoy lo sé porque la empleada del servicio estaba con mi mamá, y ella está viva y trabaja conmigo en la clínica. Ella me dice que las dos iban abrazadas y que mi mamá de pronto se le soltó. Ella quedó a una cuadra de la casa. Yo quedé a dos. Ella me dijo: “Don Juan, cuando eso entró, atrás de ustedes estábamos su esposa, su mamá, el perro y yo”. El perro también se salvó.
»Empecé a bajar, con la cabeza por fuera del barro, y cuando agachaba la cabeza veía luces pasando por debajo. Eran los carros que venían bajando con la avalancha. Eso no se puede comparar con nada. Nada que uno haya visto se parece. En un momento vi a mi derecha la torre de la iglesia al lado de mi cabeza. ¿A qué altura venía yo? Yo sólo pensaba: “¿Y esta vaina qué es?”. De un momento a otro comencé a caer, una ola me botó lejos. Algo me alumbró, vi una pared y me estrellé. La pared me cayó encima. Yo quedé espichado, con el muro encima. Todo se tapó. Todo se hizo oscuro. Comencé a sentir que se me acababa el aire. En ese momento pensé: “Dios mío, hágase tu voluntad”. Sentí un pitido. No debió haber sido mucho porque al ratico ya estaba otra vez respirando como cuando uno sale de haber aguantado mucho aire bajo el agua».
. . . .
Luis Fernando, Abraham y la madre tuvieron mejor suerte. Ya en la loma de los Pijaos, con la avalancha pisándoles los talones, intentaron entrar al Club pero se encontraron con que alguien había cerrado la inmensa puerta.
«Le dije a Abraham que yo había visto en las películas que cuando uno tenía miedo sacaba más fuerza, que intentáramos tumbarla con otra gente que había llegado allí. Eso no se movía ni un poquito. Le pedí que corriéramos hasta donde acababa la valla, en un sector donde había una alambrada. Nosotros conocíamos bien la zona pues de niños jugábamos mucho por ahí, y en las clases de Biología subíamos a recoger plantas para los herbarios. Hasta allá llegamos con Abraham y su mamá. Las otras dos motos, donde venían Memo, otro hermano y don Fabio, el papá de los Devia, no habían llegado.
Nos metimos a pie por debajo de la cerca en un carrerón. Ahí me pegué un golpe tremendo. Había una especie de barranco como de cuatro metros de alto y yo me caí. Todos los muchachos que venían detrás se me fueron encima. Yo sentí que me paralizaba. Que ya no podía seguir. Entonces les dije: “No, yo no puedo moverme, sigan ustedes”. Abraham y los demás me dijeron que no, que no me dejaban ahí, que sacara fuerzas, pero como estaba metido en un hueco, no tenía de dónde agarrarme, así que me tocó extender el brazo y coger como si fuera un lazo el alambre de púas. Me destrocé las palmas de las manos pero pude seguir caminando hacia arriba.
»Cuando llegamos a lo más alto de esa loma nos encontramos a un celador. Había niños llorando. Mujeres gritando por sus hijos. Eran unas veinte personas. Y poco a poco comenzaron a llegar más. Para muchos estaba claro que había que correr hacia arriba, y por eso la gente aumentaba. Cuando estábamos ahí, al rato llegó Memo, el hermano de Abraham, también muy amigo mío. Me dijo que a don Fabio lo había cogido la avalancha, que no había alcanzado a subir.
—Lucho, Lucho, mi papá está vivo. Hay que ir a tratar de recogerlo— me dijo.
—Pero cómo se le ocurre que yo voy a volver a bajar. Semejante carrerón y semejante susto para irme a meter allá —le contesté».
En ese momento Luis Fernando tenía veintiséis años pero era el hombre mayor del grupo entre quienes estaban en la loma de los Pijaos. Como conocía a los Devia de toda la vida, recordó al padre Nieto, el cura del colegio de su infancia, quien siempre les repetía que se acordarían de Dios cuando estuvieran muriendo.
«Me puse a rezar y pensé: “yo ya estoy purificado”. Así que le dije a Memo:
—Camine, vamos a buscar a su papá.
»Yo sentía la muerte encima. Bajamos con Memo y Abraham. Lo extraño es que yo no pensaba ni en mi mamá ni en mi papá porque creía que como yo les había avisado se habían ido. La dificultad era mía, pensé. En una parte alta nos detuvimos y Memo comenzó a gritar:
—Papá, papá.
Y varios contestaban:
—Aquí, aquí.
»Imagínese en esa oscuridad y ese miedo cuántos papás había enterrados ahí.
—¡Memo —le grité—, dígale por el nombre!
—Fabio, Fabio —gritó Memo.
—Aquí, aquí —dijo una voz desde el lodo
»Desde ese alto sólo se veían las explosiones a lo lejos de lo que presumía eran las estaciones de gasolina. Era una escena terrible. El ganado bregando a salir, con mujidos desesperados; los gritos de la gente, los pedidos de auxilio, el llanto.
—Fabio, Fabio —grité—. ¿Usted cómo está?
—Yo creo que me pasó por encima una caneca de cincuenta y cinco galones —me dijo, con voz derrotada—. O me pasó una vaca por encima pero estoy molido. Estoy que me desmayo. Y si me desmayo me hundo. —“Y cómo hacemos”, pensé.
»No lo veíamos, no teníamos un lazo. Todo era una oscuridad grisosa, una penumbra, como con humo del azufre, pienso yo. Les dije a los muchachos que nos teníamos que quitar la ropa. Comenzamos a amarrar las prendas: el pantalón mío con el del otro, apretando nudos lo más que podíamos. Se lo lanzamos y al rato nos contestó:
—Ya lo cogí.
»Tiramos y tiramos de ese cuerpo. Al rato nos dijo:
—Ya, ya. Déjenme aquí que estoy en una playita, ya estoy a salvo.
»No sabíamos que hacer, dejar al viejo solo, o qué. Pero al final decidimos que el viejo estaba bien y que nos íbamos hacia arriba otra vez.
»Cuando regresamos al alto, pensé: “Bueno, ¿y aquí qué puede pasar ahora?”. El celador había puesto una carpa improvisada y comenzamos a organizar a los niños huérfanos que lloraban; a los viejos, a las mujeres. Mis manos estaban destrozadas. De repente, comencé a sentir que tenía que llorar, así que me alejé para hacerlo pues yo me volví como el responsable. En un momento pensé en el celador, en por qué había cerrado la valla del club. Me fui y le pregunté. El tipo estaba apesadumbrado. Me dijo que lo había hecho por el miedo de que se fueran a meter. Y que él no tenía instrucciones al respecto.
»No puedo decir cómo pasó el tiempo, ni qué sentí durante las tres o cuatro horas en las que se oía el llanto y la tristeza de todo el mundo. No podía imaginarme nada. A veces miraba hacia abajo a ver si podía reconocer algún punto del pueblo, a ver si mi casa se había salvado. Y entonces, amaneció y pasó una avioneta».
. . . .
La aeronave que Luis Fernando Monroy vio sobrevolar la zona fue una pequeña avioneta de fumigación al mando del piloto Fernando Rivera, quien fumigaba cultivos en la época. Mientras Luis Fernando miraba el cielo y miles de cuerpos comenzaban a aparecer desenterrándose, con el lodo pegado a la piel, la mirada perdida y una sensación que es imposible de calificar, Yamid Amat hablaba atropelladamente con Leopoldo Guevara, voluntario de la Defensa Civil de Venadillo y con el mismo Rivera. «Desapareció todo el mundo, yo creo que queda un cinco por ciento de lo que era Armero». La conversación era inverosímil. Tanto que, años después, Guevara le dijo a El Espectador que ni Amat, ni Juan Gossaín, ni el propio Belisario Betancur, le creyeron la noche anterior cuando intentó avisarles. Pero a esa hora de la mañana ya la versión era casi oficial. Ni Guevara podía creer lo que veía: «Todo era silencio, silencio y barro. Armero es un playón», dijo.
Luis Fernando perdió toda esperanza cuando la avioneta se perdió en la distancia. Entonces decidió convocar a un grupo para salir de allí a como diera lugar.
«Hice un grupo y les dije: “Se pueden ir conmigo, a mi finca en San Pedro”. Primero bajamos por don Fabio, a quien sacamos en una silla del club, que había quedado intacto. Allá no llegó la avalancha. Mucha gente tenía hambre y comenzaron a hablar de sacar cosas de la tienda del club; chitos, papas, gaseosa. Ahí, con hambre, pensé que me tenía que ir. Que a nosotros serían los últimos que rescatarían. Lo importante para todo el mundo iba a ser quienes estaban en la avalancha. Sólo se me unieron dos pelaos»
La caminata fue larga. En el horizonte amanecía y se veía un denso mar de lodo. Luis Fernando no podía ver los detalles, pero quienes esa mañana se encontraron con las primeras imágenes no lo podían creer. Hordas de gente con el barro seco pegado a la piel, exánimes, caminaban en hileras por la carretera. Cuerpos flotaban bajo el sol de un amanecer negro para la historia de Colombia. Agua no había. Algunos desesperados comenzaron a arrojarse a los pocos autos que encontraban en Lérida o Guayabal para ser atropellados y dejar de vivir una pesadilla innombrable.
Esa mañana, todo fue caos. Los colombianos se encontraron con informes confusos de lo ocurrido. Periodistas de toda Colombia quisieron llegar a ver con sus propios ojos lo que nadie podía contar, porque era imposible. Un noticiero de la época, emitido la mañana del 14 de noviembre, dice lo siguiente:
Informaciones de última hora indican que hay peligro inminente
de nuevos aluviones, ya que los represamientos continúan en
algunos de los ríos como el Lagunilla, el Gualí, y sus afluentes, y
estos pueden reventar de un momento a otro. Se calcula que la
inmensa fumarola candente que ocasionó esta tragedia nacional
alcanzó los treinta y cinco mil pies de altura poniendo en grave
peligro varios vuelos comerciales que sobrevolaban la zona.
—Bueno, le informo que a las siete de la mañana el primer
avión que despegó del aeropuerto El Dorado fue el de la Defensa
Civil Colombiana, con altos directivos y socorristas, para poner en
ejecución los planes que la Defensa Civil con anterioridad había
elaborado— dice el capitán Manuel Sepúlveda, de la Defensa Civil.
—¿Se puede decir que Armero quedó destruido en su totalidad?
—Bueno, yo no sería tan pesimista, yo creo que el cuarenta
por ciento.
Es extraño que el capitán Sepúlveda aún fuera capaz de decir que la población no había quedado borrada del mapa y que había planes, cuando nunca los hubo. Como lo explica en la misma edición del noticiero un geólogo no identificado en los créditos:
—Los cauces de los ríos Recio y Lagunilla, que, al venir encajonados,
aquí en esta parte —señala un mapa—, desembocan en la
parte plana del valle del Tolima, entonces Armero quedaría prácticamente
cubierto, como se ve en este mapa que entregué en el
mes de octubre. De manera que esto estaba previsto
—¿Quiere esto decir que Colombia no estaba preparada para
una catástrofe de esta naturaleza, o es que no creemos en medidas
de seguridad aquí en el país? —interpela la periodista.
—Usted lo ha dicho, tal vez no creemos en medidas de
previsión.
Aunque Armero fue la crónica de una tragedia anunciada por periodistas como Gustavo Álvarez Gardeazábal y un equipo de geólogos internacionales como el suizo Antoine Faber, o los colombianos Darío Mosquera y Alberto Núñez, quienes recomendaron hacer un seguimiento pormenorizado de la actividad del volcán, y lo que podía ocurrir quedó consignado en un informe realizado unos meses antes en Ingeominas, la población jamás fue alertada ni había planes para la evacuación. El Estado guardó silencio ante la evidencia.
. . . .
Pero esa mañana de confusión también ocurrieron equívocos que aún no dejan descansar a personas como Luis Fernando: cuando llegó a la finca de San Pedro, al prender el radio, oyó que tanto él como sus dos padres estaban sanos y salvos en Cambao. Luis Fernando no podía creer lo que oía. De inmediato, siguió una larga caminata que lo llevó por los pueblos de Falan y Palo Cabildo, para llegar a Mariquita, adonde ya llegaban cientos que como él habían sobrevivido al horror.
«Una señora me paró en la calle y me dijo:
—Mijo, ¿usted viene de Armero? Venga, yo quiero ayudarle. ¿Qué necesita?
»Le dije que quería avisar que estaba bien, llamar a Bogotá.
—Camine, yo le presto el teléfono —me contestó.
»La señora me marcó el número de mi tía Chepa. “Estoy en Mariquita, estoy a salvo, pero márqueme usted de vuelta”, le dije con pena por gastarle minutos a la señora. Yo me afané a colgar porque el televisor estaba al frente y apareció un anuncio oficial que decía que había que evacuar Mariquita. Lo único que pensé fue en arrancar a correr. Vi una ceiba gigantesca y dije: “No, ahí no alcanzo a llegar”. Volteé para el otro lado y vi una camioneta de platón de la Policía, y ahí me subí. Y me fui para Honda. La gente se trepaba como en racimos, la camioneta parecía una tabla que se levantaba al frente.
»Cuando llegamos a Honda a cruzar el puente sobre el Magdalena había un bus varado. Un trancón larguísimo. Me tiré del carro y lo atravesé a toda carrera. Al otro lado me encontré a otra gente que, al verme embarrado, me dijeron que estaban buscando a su familia, pero que iban de regreso a Bogotá, desilusionados. Me subí al carro de ellos. Me sentí triste, como nunca.
»Por fin llegamos a Bogotá. Me dejaron adonde uno de mis hermanos. Ahí me di cuenta de que no iba a volver a ver a mi papá ni a mi mamá. No habían aparecido».
. . . .
Durante varias semanas, miles de armeritas desfilaron por los medios de comunicación contando su historia y buscando a sus familiares. Se creó un fondo muy cuestionado para manejar la millonaria ayuda internacional. Vino el papa Juan Pablo II, un año después. Se quiso declarar camposanto el viejo pueblo sepultado por el barro. Y comenzó a pasar el tiempo, y todo fue quedándose como un cuento terrible, de los miles que hemos tenido que contarnos los colombianos.
Luis Fernando Monroy hizo lo mismo pero jamás pudo encontrar a sus padres. Luis lleva varias horas recordando y tomando sorbos de agua para soportar el llanto que sobreviene cuando hace memoria de lo que sucedió treinta años atrás, un 13 de noviembre. Este hombre, que habla pausado, que parece solitario y a quien la vida lo ha llevado de un lado a otro, ha contado su historia en una especie de galpón industrial adaptado a oficinas, en el que funciona la Cruz Roja de Ibagué. Allí trabaja en un proyecto contratado por Ecopetrol. Durante varios meses después de la tragedia intentó vivir en Bogotá, pero las consecuencias de lo acontecido lo persiguieron día y noche. Trabajó como arquitecto pero nunca le encontró el gusto a la vida de la ciudad. Soñó haber salvado a sus padres hasta que un psiquiatra lo hizo caer en cuenta de que ellos, doña «Trigueña» y don Floro, eran personas muy conocidas, y si alguien los hubiera visto ya habrían aparecido, los habrían reportado. «Usted tiene que enterrar a sus papás. Si es tan difícil para un ser humano cuando el cuerpo está ahí y lo pueden velar, imagínese cómo será para usted. Pero tiene que enterrarlos», le dijo.
El problema es que nadie pudo enterrar a sus muertos. Los símbolos quedaron reducidos a misas campales y peregrinaciones. Pero tanto la memoria como asuntos tan discutidos como el robo de niños —de los cuales se han documentado más de cien casos, gracias a la Fundación Armando Armero, y que no ha sido posible encontrar por la negligencia de las autoridades del Instituto de Bienestar Familiar, que se han negado a mostrar el récord de adopciones tramitadas de manera expedita después de la tragedia— han quedado en el olvido.
«Después de estar viviendo un poco de la caridad en la ciudad, resolví regresar a Lérida. Allá se vivía una situación durísima. Miles de damnificados que no tenían dónde dormir. Refugios improvisados. En fin, una angustia terrible. No fui capaz de meterme a los refugios y preferí quedarme en la calle. Una noche me senté a llorar en un andén. Lo había perdido todo», dice Luis Fernando.
Hoy vive entre recuerdos en Ibagué.
. . . .
El 13 de noviembre fue un miércoles y hubo fútbol profesional. Alguien dijo que también, por la amenaza de la erupción del Ruiz, habían mandado a transmitir un partido entre Millonarios y Cali. Miles de armeritas se acostaron a dormir después de una tarde en la que se comentó en el pueblo la desproporcionada manera en que caía la ceniza. Eran puñados. La gente pensaba que se trataba de un anuncio más del Ruiz, y pocos, muy pocos, quisieron partir. ¿Era fácil hacerlo cuando nadie les había mostrado los mapas de riesgo, el desastre que podía ocurrir? Seguramente no. Decenas de sobrevivientes aseguran que nadie les dijo nada. ¿Por qué la gente siguió en los cafés, hablando como si no pasara nada, elucubrando sobre el porvenir como si no se hubieran enterado de que durante ese año varios medios habían dado versiones de que en Armero podía ocurrir una tragedia natural inmensa? ¿Por qué el Gobierno hizo caso omiso de las peticiones del representante a la Cámara por Caldas Hernando Arango, quien advirtió el 24 de septiembre de ese año sobre el peligro que representaban las constantes emisiones de humo del nevado, según se lee en los archivos de la Cámara de Representantes?:
En el mes de diciembre empezó alguna actividad en el volcán. Se
hicieron solicitudes a Ingeominas, al Agustín Codazzi. Se hicieron
solicitudes al Ministerio de Minas y de Relaciones Exteriores para
que entraran en acción y le pusieran cuidado al fenómeno que se
estaba presentando, y lo hicieron algunas personas con inquietud
más científica que terrorista [sic]. Todas esas solicitudes, con
excepción de la que se tramitó por intermedio del Ministerio de
Minas, no tuvieron éxito. La del Ministerio de Minas era, única
y exclusivamente, pidiendo que se llamara a otros cuerpos internacionales
con conocimiento en estos procesos y que se les permitiera
entrar los equipos. El Ministerio de Minas le trasladó al
Ministerio de Relaciones Exteriores, y allí quedamos. En el mes
de mayo ya llevábamos cuatro meses, y al alcalde de Manizales
de entonces y al señor gobernador se les ocurrió solicitar auxilios
a alguna embajada; lo hicieron ante la Embajada de Suiza, que lo
tramitó de inmediato a un grupo de Socorro que está constituido
en ese país, y para sorpresa de todos, y creo yo que del Gobierno
Nacional, quince días después había aquí un técnico en la materia
con los equipos necesarios para hacer los estudios, si bien no muy
profundos, sí para conocer lo que estaba ocurriendo en las profundidades,
en las entrañas de la tierra. De inmediato Ingeominas
trasladó todo su equipo y mandó cuatro aparatos para detectar
movimientos, sismógrafos, tres de ellos malos. Pero uno habría
bastado si en diciembre (de 1984) hubiera estado allí para tener
una historia de mayor extensión. De todos modos, no aparecieron
los equipos hasta el mes de julio, cuando se montaron y, desde
entonces, se tiene historia sobre lo que viene ocurriendo en las
profundidades del Nevado.
Pero cuando se le pidió al Instituto Agustín Codazzi ayuda
para tomar aerofotografías que permitieran mantener un control
del desplazamiento de aquellas grandes masas de hielo, el Agustín
Codazzi se trasladó a Manizales a buscar ayuda. Mientras el departamento
pedía la mano del Estado, el Estado se iba a pedir
limosna al departamento de Caldas. Da tristeza, y por sentir lo
menos, diría que se siente rabia.
¿Por qué nadie escuchó la súplica de Jaime Ramírez Rojas, otro de los representantes que instaron al Gobierno a tomar en serio lo que estaba por ocurrir? Según dijo Ramírez, en marzo de 1985:
Que no se diga aquí, señores ministros, representantes de este
Estado en el Ejecutivo, que no es necesario tomar una acción de
inmediato. Dios quiera que tales fenómenos no lleguen al extremo,
pero Dios quiera que esto nos sirva de lección, para que no
nos tome por sorpresa una tragedia de mayor cuantía. Aquí hay
que terminar como el Presidente lo hace con gran frecuencia en
sus intervenciones: «Que Dios nos tenga de su mano».
¿Por qué esa súplica, tildada de apocalíptica en ese mismo debate por el ministro de Minas Iván Duque Escobar, mereció una respuesta apenas tibia, la cual aseguraba que ya se habían tomado «las precauciones para posibles evacuaciones debidas al desbordamiento súbito de los ríos que bajan del Nevado, y abarcan hasta cuarenta kilómetros a la redonda»? ¿Por qué nadie escuchó las siguientes palabras del representante Guillermo Alfonso Jaramillo en la misma sesión de la Cámara de Representantes?:
En caso de súbito y progresivo pero incontenible deshielo la población
de Armero sería gravemente afectada. En esa ciudad no
se ha instruido a sus habitantes para enfrentar una situación como
esa. Lo peor es que no se cuenta con los mecanismos suficientes y
efectivos, y con mentiras piadosas como las dichas por el gobernador
del Tolima, no se remediará el problema.
Y no se remedió. La noche del 13 de noviembre muchos supieron que Colombia había vivido una tragedia anunciada. El presidente Belisario Betancur lo repitió en una de sus alocuciones televisadas de entonces: «Que Dios nos tenga de su mano».
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