ÁLVARO JESÚS URBANO ROJAS
La tarde lluviosa y taciturna, pertinaz e inagotable como suelen ser el invierno en Popayán. De los tejados vetustos destilaban interminables goteos, mientras la neblina descendía de las montañas para cubrir los cerros que circunda la ciudad de paredes blancas, cúpulas encumbradas y balcones centenarios.
En la calle empedrada, camino a la ermita, en una casonas solariega de muros centenarios, que se resiste a terremotos, humedades y mohos verdosos apiñados sobre adobes y calicantos, reparados con esmero por albañiles expertos en resanes con boñiga, con hisopo y cal, en los que se ocultan misteriosos secretos. Dos núbiles nariñenses vinieron al conservatorio de la Universidad del Cauca a estudiar música, ocuparon en arrendo una habitación, donde libres de la tutoría de sus padres, entre risas y chacotas embriagaban hermosas damiselas en un derroche de orgías y lujurias. De la casona casi todos los arrendatarios salían desahuciados, no por mora en el pago, lo que no soportaban eran a los inquilinos invisibles.
Sólo concilian el sueño cuando el licor les hacía perder la conciencia, pues al yacer sobrios sobre sus tálamos eran tumbados al piso por macabras pesadillas, de las que despertaban sudorosos, maltrechos y con aruños en el rostro.
En principio se salvaguardaron en el escepticismo del materialismo marxista, se mofaron de toda expresión de superstición o superchería; más su arrebatada impertinencia perturbó los espectros de la casona encantada, cuyo aldabón del portón principal tiene como efigie de satanás.
En su afán por liberarse de los lémures, concitan al veterano párroco de la iglesia La Ermita para hacer ruegos de exorcismo, quien entre oraciones y canticos sagrados irriga agua bendita intentando desalojar los espíritus del mal, más los ocupantes diabólicos entran en cólera. Luego llevan a un chamán traído de la laguna de Juan Tama para hacer conjuros, riegos de plantas sagradas, yacuma, ruda, soplos de aguardiente, humo de tabaco chiquito y mambeo de coca; pero fue peor, horrorizado por su propio miedo abandonó la habitación sin cobrarles el servicio.
Los influjos del licor ensordecen el rechinar de puertas, los pasos ruidosos y las risas estridentes. Lo único que aquieta a los espíritus son el requinto y la guitarra interpretados con magistral talento por los músicos nariñenses, quienes tienen la nefasta ocurrencia de ofrecerle una serenata a la casera el día del cumpleaños, por coincidencia el 31 de octubre.
La dueña una misteriosa octogenaria de riguroso luto y postrada en silla de ruedas, sólo deja escuchar su macabra voz al cobrar la renta con estricto rigor. Tiene como acompañante a una mujer escuálida, taciturna, de pupilas hendidas sobre parpados tumescentes.
Suben en puntillas la escalera ruidosa, hasta abordan el cuarto de la anciana, tocan la puerta con tres pausados golpes, abre la criada portando un candelabro de velas de laurel cuyos chisporroteos arrojan sombras tenebrosas a los muros velados. Una voz adusta los invita a pasar. El cuarto umbroso percibe una tenue luminosidad de un quinqué de mecha de esparto y tubo de cristal, mientras la misteriosa mujer dibuja en su rostro una mueca de desprecio. A la doña le encantará verlos – afirma -; por favor aguarden mientras la preparo para que los reciba.
Agradece la serenata con tono gutural, ¿Les molesta si invito a mi marido? –Les dice -Le fascina la música de cuerda. Ante la anuencia de los serenateros del escaparate toma una bolsa de paño aterciopelado de la que extrae la cabeza embalsamada del marido, la que aún conserva su pelaje enmarañado, barba híspida, ojos abultados con pigmentos cianóticos y rictus satánico. Deja el espectro sobre la mesa y mientras el ambiente infesta a azufre un viento gélido carcome los huesos de los músicos en la penumbra del cuarto luctuoso. Esa noche, los serenateros sometidos al imperio de fuerzas diabólicas, cantan y cantan, nueve noches con sus días hasta ser liberados por un ángel de luz, desde entonces sus ánimas de cantores errantes deambulan las noches del 22 de noviembre, día de los músicos, cantando canciones de amor por los senderos nocturnales del chorro de la Pamba, los quingos de Belén y la trocha abrupta al cerro de las Tres Cruces.