HUGO COSME VARGAS
Hace 15 días, ejerciendo mi profesión, debíamos ingresar a la planta de hidrocarburos que Ecopetrol tiene en Mulaló. Uno de los requisitos a cumplir- decía textualmente el protocolo- era poseer un traje “ignífugo”, lo cual me obligó a consultar el diccionario del idioma español, no sin antes conversar con mi amigo experto en seguridad industrial y salud ocupacional, quien me ilustró al respecto: ropa que protege contra el fuego. Luego, el mundo recordó después de 20 años, el derribamiento de las torres principales del World Trade Center-WTC-, en Nueva York, imponiéndome la lectura del informe final del Institute of Standards and Technology-NIST-, que oficialmente asumió en 2002 la investigación de lo que sucedió en la estructura de los edificios, desde el momento del impacto de los aviones Boeing 767 hasta el instante en que se hicieron polvo, ante la mirada perpleja de la humanidad. Otra vez me topé con el fuego y el material “ignífugo” que recubría las columnas y las vigas metálicas con que se habían erigido los 220 pisos que aquel 11 de septiembre se cayeron, cambiando el rumbo de la tierra. El NIST concluye que de no haberse dañado la protección anti-fuego, por el impacto de las aeronaves, las torres no habrían colapsado. De allí la importancia, ahora, de la palabra “ignífugo” en el idioma castellano.
De paso, podemos recordar la historia de las moradas del hombre y su evolución hasta los rascacielos, que hoy llegan a 828 m de altura, pero apuntan ya a los 1000 m, lo cual parece una competición olímpica donde se van mejorando las marcas, esta vez en milésimas de pisos. ¡Qué lejos quedamos de la época de la caverna!
El hombre Neandertal entendió pronto que sólo subirse a los árboles no era suficiente para sobrevivir y comenzó a buscar en la tierra, orificios naturales estables y abrigados. Más tarde, perfeccionó su intuición y aprovechó la topografía de los sitios, especialmente las hondonadas, para poder cubrir mejor con madera, ramas y hojas las primeras “chozas” de la historia universal. Con el avance del tiempo se fabricó el adobe, se perfeccionaron las herramientas, se talló más bonito la madera y la roca, y aparecieron los muros que delimitan la vivienda, dando paso a las “cabañas”. Los arquitectos griegos inventaron el patio central, que a su alrededor alojaba las piezas para uso mixto, mejor aireadas e iluminadas, pensando ya en el confort de la gente. Los romanos descubrieron las puzolanas, que les permitió pegar ladrillos y rocas, y adentrarse en los dos pisos, logrando separar los dormitorios, de las bodegas y zona de servicios domésticos. España heredó en sus casas diseños romanos y árabes que fueron implantados en América durante la época colonial, dejando su impronta en pueblos hermosos, como el sector central de Popayán, que hoy lucha por no dejarse transformar por el feroz avance de un desarrollo urbano que sólo mira la economía, como el único dios por venerar.
Fue en el siglo 19 cuando el hombre pensó que hacer edificios era bueno. Y arrancó la competencia en 1884 cuando se inauguró en Nueva York un rascacielos de 42 metros-m- de altura. Y vinieron otros famosos como el Empire State, de 381 m, y las torres gemelas WTC, de 527 m y 110 pisos. Ahora está el Burj Khalifa, en Dubái, con 828 m de altura y 163 pisos, y vendrá la Torre Jeddah, en Arabia Saudita, de 1000 m y 252 pisos. ¿Hasta dónde llegaremos?
Pues bien, WTC no falló por la fuerza horizontal de los aviones ni por la rotura de las columnas metálicas de acero, que conformaban sus fachadas, ni por el daño que se produjo en las columnas del núcleo central ni por el corte de sus pisos metálicos. Cuando hubo rotura del “traje ignífugo” de la estructura metálica, por el impacto, las vigas y columnas quedaron expuestas directamente al fuego de varios incendios producidos, que generaron temperaturas hasta 800 grados centígrados, suficientes para derretir el material, pandear los pisos, doblar las columnas y en consecuencia perder su capacidad de soportar la carga de los pisos superiores, desmoronándose los edificios como un castillo de naipes. ¡El ingeniero calculista-Leslie Robertson- pudo dormir tranquilo en Seattle, Washington, hasta su reciente fallecimiento!