Ginna Litceth Ramos Castillo
Con estupor el mundo contempla la irracionalidad policial de los Estados Unidos, en el evento que terminó con la muerte de Goerge Floyd, en un operativo salvaje que fue grabado en vivo y que hoy ocasiona serias revueltas en el país del norte, con la perentoria exigencia del castigo ejemplar a quien segó la vida de un afroamericano.
El caso de George y otros actos de racismo han sido detonantes en muchas partes del mundo, para visibilizar este impresionante lastre social que inexplicablemente se mantiene vigente en pleno siglo XXI y en uno de los países que presume de respeto a la libertad y a los derechos civiles y va por el mundo pregonando su modelo de vida democrática.
La esclavitud fue una cruel transgresión a la vida de las personas negras que la vivieron y la fuente de la discriminación racial, xenofobia e intolerancia, que continúan perpetuándose en el tiempo. Por eso hoy, no podemos hablar de racismo sin deslindarnos de la esclavitud que millones de personas afros sufrieron para vergüenza de la humanidad.
Las manifestaciones de discriminación racial y xenofobia que muchos jóvenes, niños, niñas, adolescentes mujeres y hombres negros enfrentamos hoy, unidos a la pobreza, marginalidad, falta de oportunidades laborales, escasez de colegios y establecimientos educativos adecuados, carencia de los recursos básicos en los territorios afros, exclusión social y el olvido que los gobiernos de turno tienen para nuestros territorios afros, dejan ver que el racismo sigue latente, ya no con trabajos forzados e inhumanos, pero sí con la indiferencia e insensatez, que para este caso es peor.
Queda mucho camino que recorrer para lograr una sociedad libre de toda clase de racismo. Todavía las mujeres negras del mundo tenemos que luchar por nuestros derechos; si ya, de por sí, es difícil ser mujer en este mundo, imagínate cuando eres mujer, y negra, son dos mezclas letales, estamos en continua amenaza por quienes juegan a la “supremacía blanca”. Las mujeres negras sufrimos otro tipo de discriminación en el ámbito laboral, sobre todo cuando en las entrevistas de trabajo, no nos permiten llevar nuestro cabello afro natural, partiendo del supuesto de que esa presentación es informal y poco profesional. Intuimos que quieren cambiar nuestra forma de vestir, de caminar, de hablar y que quieren negar nuestra esencia afro.
Ahora bien, no todo es malo, existen leyes que pretenden protegernos de ese monstruo destructor del amor y la empatía. Podemos denunciar cualquier caso de racismo en contra nuestra. Sin embargo, pese a estas medidas, son muchos los casos que no tienen respuestas efectivas y quedan en silencio, pues hemos aprendido a convivir con ese racismo que pareciera no tener solución. Existe desconfianza en el sistema judicial y esto hace que muchos no denunciemos porque las instituciones encargadas no han ejercido consistentemente su función protectora y además, no realizan jornadas para sensibilizar y/o prevenir este mal que nos azota.
Las buenas intenciones fallan cuando los padres en los hogares no enseñan a sus hijos el respeto; fallan cuando las oportunidades laborales para las personas negras son mínimas y casi inexistentes; fallan cuando no se puede acceder a la educación superior sin someterse a quedar endeudados por prestamos exorbitantes e impagables; fallan cuando el estado no garantiza el mínimo vital a nuestros territorios afros; fallan cuando en las escuelas y colegios no se enseña el respeto a las diferencias.
Debemos realizar un doble esfuerzo para todo. Recuerdo una conversación mientras almorzábamos en casa y mi padre nos contaba que cuando él era niño, mi abuela le decía “Eres negro y por tanto tienes que ser el mejor, el mejor en el colegio, en el trabajo y el mejor en lo que te desenvuelvas en la vida”. Claro, sus palabras fueron poderosas porque también papá nos la transmitió a mis hermanos y a mí y aunque éramos demasiado pequeños para entender por qué teníamos que ser mejores, por el hecho de ser negros, ahora por fin logramos entender el significado de esa oralidad que se ha difundido de generación en generación.
A diario sufrimos situaciones discriminatorias, insultos racistas, nos miran con desconfianza, si nos ven correr es porque seguramente huimos por haber robado algo. En la calle, algunas personas se cambian de acera para no pasar por nuestro lado y aprietan sus bolsos con fuerza apenas ven a una persona negra, porque presumen que seguramente vamos a robarlas. Tenemos que soportar en silencio los chistes acerca de nuestro origen, o el color de nuestra piel, que nos adviertan de no debemos hacer mucho ruido, que no debemos reír a carcajadas, que no debemos subir el tono de nuestra voz en las conversaciones y solo falta que nos pidan no respirar muy fuerte.
Ese monstruo al que llamo racismo habita frecuentemente en todas las sociedades, pero aquí es donde jugamos un papel indispensable, ya que depende de nosotros mismos contribuir a romper esa cadena de prejuicios raciales que deben ser inaceptables. El racismo es un mal que no tendrá final, si persiste en violentar y ultrajar la dignidad humana de las mujeres, hombres, niños, niñas, jóvenes y adolescentes negros. Por eso hoy me uno al clamor mundial de quienes estamos convencidos que “las vidas negras importan”.