Otra Nación

MATEO MALAHORA

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El drama más insensible de Colombia es el de la exclusión en todos los espacios de la vida, animado durante muchos años por una guerra majadera.

Si notas destempladas, sin saltos bruscos, los nuevos tiempos intuyen grandes alumbramientos y el nacimiento de una Primera República en tiempos de convulsiva paz, que rompa democráticamente con la herencia de los últimos gobiernos.

No se trata de un proyecto posmoderno, como si fuera otro modelo político, preconcebido por los actores que planean una nueva realidad instrumental; se trata más bien de fundar con nuestros propios recursos e iniciativas un Estado que consulte con los intereses de las mayorías.

Las gentes están cerrando los ojos para sentir otra Nación, tienen en su imaginación la certidumbre que no puede seguir pasando lo mismo, no extrañan el pasado sino que aspiran a fundar una sociedad diferente.

Si la herida es cada día más honda saben que ha llegado el momento de respirar, de obrar autónomamente, sin la orientación de los que han sido los autores del engaño y guardianes de los grandes desequilibrios sociales que no se pueden ocultar.

La defunción del proyecto político tradicional es evidente, los hechos son tan tozudos que la otra pluralidad de experiencias es inatajable; una nueva redefinición de los roles populares, como lo acontecido en Cajamarca, habla de precisar acciones públicas que no pasen por espacios donde han maniobrado falacias ideológicas y operetas.

No se trata de replicar fórmulas internacionales que han marchado a la deriva; los nuevos signos entonan una voluntad colectiva que no pasa por discursos con alma de directorio partidista sino por la base de actores que han probado el poder que tienen las acciones colectivas.

El miedo a transformar el entorno y el país ya no doblega ni somete; las gentes que conocieron la embestida de la corrupción, que han visto sus arremetidas y han sentido sus pisadas catastróficas saben que si no adoptan una postura que mude su comportamiento político indolente solo conseguirán que se desboquen los intereses tramposos que le hablan al país.

Es alentador ver caminar al pueblo, va despacio, pacíficamente, sin dejarse impresionar por los cantos de sirena, abriendo ventanas, acostumbrándose a una nueva mirada.

Los tiempos que se hundieron en los caminos fundacionales de la República, cuando Bolívar se vio obligado a revisar el herraje de los caballos en la gesta libertadora, porque se hurtaban los clavos de las cabalgaduras, están terminado; los enredos, tramas y contubernios han concluido su conducta fatal.

Los colombianos saben que por años se ha estado hablando de capitalismo sin proletariados, de ciudadanos sin derechos, de victimas sin pleno resarcimiento, de progreso con cruda pauperización, que la casa administrativa durante décadas se administró con bolsillos de doble fondo y la honradez huyó asustada por las calles.

Al final de la comedia el pueblo ha visto al Rey Desnudo y no le teme al surgimiento de lo nuevo.

Quizá estemos al final del túnel, del “comamos callados”, del “yo te ayudo”, del “miti miti”, del conspicuo presidente liberal que en aras del buen gobierno le dio a la corrupción rango de “justas proporciones” y la sociedad se mantuvo callada.

La gente ahora identifica a los corruptos, no importa que viven en los túneles, a los corruptos de nuevo cuño y a los deshonestos que patentaron la marca del desfalco, como si se tratara de una estampilla de prestigio social y destino inevitable.

Las sillas “Rimax”, donde el sistema clientelar tenía asegurada la asistencia de los incautos, de los inocentes y cándidos van a quedar solas. En ellas no se sentarán las nuevas generaciones, ni los desengañados de siempre, a elogiar y aplaudir a quienes pusieron a correr, en el posconflicto, a la moralidad oficial por los despeñaderos. Hasta pronto.