Por Felipe García Quintero
Lo conocí en el colegio INEM “Francisco José de Caldas” de Popayán. En 1987 yo cursaba séptimo grado y él once. Para entonces, con sus 18 años, Marco ya ostentaba el título de escritor entre los muchachos de aquella generación, puesto que por esos meses había publicado su libro de cuentos «Hojas al viento», en parte editado por entregas en las páginas de «Reconstrucción», el periódico cultural con el que crecimos en el colegio, y que él ayudó a fundar después de terminada una clase de español, aún inmarchitable. Desde entonces y hasta ahora, tres décadas después, animada por el Maestro Donaldo Mendoza.
Pero fue otro profesor de quien escuché el nombre de Marco. Recuerdo que el carismático Diocelimo Riascos dijo para su clase de púberes indomables: “Tenemos un escritor con nosotros…” y se echó a leer un escrito de Marco, en el que por primera vez escuchamos hablar en voz alta de nuestros pensamientos más calcinantes: el amor, el cuerpo femenino y la ruina del deseo desatado e insatisfecho. El personaje del relato era un adolescente, tal vez un niño, enamorado de su profesora de química, a quien tributa sus primeras poluciones.
Hoy somos adultos cada uno de aquellos adolescentes, pero en la memoria late el rumor de ese mundo imaginado por la literatura del que partimos sin retorno posible. Son el colegio y las calles, sus voces y lenguajes, la materia prístina del proyecto literario inicial de Marco. Si bien, ahora suma un buen número de libros editados, y otros más inéditos de distintos géneros, en los que la cosmología urbana del adolescente se traduce en historias reveladoras de nuevas realidades distintas de la imagen común de una ciudad colonial, ya difusa o acaso inexistente.
Si es la adolescencia la edad literaria de cuando Marco se hace escritor, desde esos mismos años inicia y todavía no cesa su búsqueda artística, sometida a duras pruebas. La primera y única válida en verdad ha sido mantener la fe invicta en el oficio más solitario de todos. El motivo de esta nota lo demuestra: Marco cumple con un destino literario, iniciado hace treinta años. Su novela más reciente, «La cicatriz en el espejo», lo confirma.
La cicatriz en el espejo (fragmento)
Mi apartamento es una metáfora al desorden. Es húmedo como casi todos los de por aquí, y lo comparto con “Hechizo”, “Flora” y “Babieca”. Babieca es mi computadora, Flora es una plantica rara que tengo y Hechizo mi perro labrador.
A gruñido limpio Hechizo me saca de la hamaca, me hace volver a mis yines, me obliga a ponerme unos suecos y mi camiseta desteñida “I love Popayán”. Sus necesidades fisiológicas son urgentes, me lo dice su desespero.
En la calle hay un sol terrible esperándome. Lo saludo con los dedos y mis Rayban bien puestas. Hechizo comienza a olfatear los portones y la cal de las casonas, y se orina por todas partes con mi complicidad. Vivo frente a la capilla de La Ermita y desde su gradería puedo divisar un panorama inspirador. Es una calle angosta con casas de tejados opacos, paredes blancas, farolitos sobre las ventanas. La calle de La Ermita es empedrada como testimonio de un pasado colonial, pero eso ya no le importa a nadie, tal vez a los fotógrafos.
Una vecina me mira desde la ventana, no me dice nada, pero me vigila. Sospecho lo que piensa, me siento culpable de algo y decido regresar. En este pueblo de tradiciones semananteras, desde antes de aprender a caminar ya nos sentimos culpables de algo, sospechosos de todo.
Hay correspondencia bajo la puerta. Mientras voy por agua para Flora abro el sobre, es de Mayi, me dice que se va para Italia y lamenta no poder despedirse de mí, pero sé que no quiere hacerlo, le daría por meterse en mi hamaca y quedarse arrunchada allí; que se va porque quiere escapar de mis ojos, del deseo que le despierto y de esa ternura que la mata. Que tiene una oportunidad grandiosa al otro lado del océano, me desea felicidad y espera, de verdad, que algún día alcance mis sueños.
¡Mayi, Dios mío, como la amo! No puedo perderla. Corro al teléfono pero el maldito no tiene tono, no he pagado el servicio. Pego un grito y Hechizo me responde con sus ladridos; miro a Flora y le pregunto con los ojos bien abiertos qué hacer; el perro me empuja: tiene hambre, quiere jugar o le inquieta mi desesperación. Pero ahora no tengo tiempo para él.
En un santiamén armo maleta, le doy de beber a Flora, de comer a Hechizo y salgo a la calle en busca de un cajero. Ando sin plata, la rumbita de la noche anterior me ha dejado sin cinco.
Con dinero en el bolsillo cojo un taxi y como en los thrillers le grito al tipo: “rápido, al terminal de transporte, es de vida o muerte”. Cruzamos por una ciudad vacía, es domingo. Los domingos aquí la gente se queda en casa vegetando o se va de paseo. Los domingos son profundamente solitarios y aburridos. Mayi decía que los seres capaces de sobrevivir a un domingo en Popayán sin suicidarnos, éramos capaces de sobrevivir a cualquier cosa en la faz de la tierra. Y ahora que lo pienso, he leído que las únicas capaces de sobrevivir a una explosión atómica son las cucarachas. Qué tarde he venido a comprender la ironía de sus palabras.
Estas calles que siempre me han parecido un remanso de tranquilidad y belleza absoluta, hoy, por el afán que llevo, me desesperan. El cielo sigue iluminado, pero ya se divisa al norte una nube gris amenazando con invadir el día. Siempre es así: la lluvia y el sol se disputan como niños este pedacito de cielo.
Mayi es, y ha sido mi único amor. Por mi hamaca han pasado mujeres, deseos y pasiones; pero nunca un amor, ni una mujer como Mayi. Crecimos juntos en una finca de Paletará, y luego fuimos juntos al Champagnat donde nos graduamos como bachilleres. Para celebrar el grado me regaló su virginidad, pero sus padres nos descubrieron en el acto. La paliza que me dieron fue tan grande que no pude asistir a la ceremonia. Luego a ella se la llevaron de la ciudad y las cosas entre los dos se quedaron así. No supe más de ella. El consuelo fue jugar cada noche a escribirle un poema.
Las noches a tu lado fueron sueño, poesía y profecía.
En tu ausencia, las noches sin bulla, son de temblores lentos.
En las noches de batalla, tu recuerdo es un mar de dilemas,
De sueños, de poesías y profecías.
Un día, pasado los años, tal vez cinco u ocho, no recuerdo, apareció. Para contarle tenía que ya me había emancipado de la casa y poseía un título de Maestro en Artes Plásticas de la Universidad del Cauca.
Al principio me saludó como a un amigo distante, me aceptó una invitación a comer a un restaurantico del sector histórico, pero no se dejó llevar a un bar y se negó cuando la invité a mi apartamento. Hablamos con los recuerdos y nos reímos de las hazañas y fechorías de los compañeros de colegio. Nos miramos a los ojos y brindamos con agua por “nuestro amorío”. Se puso seria cuando llegamos al asunto aquel, cuando nos pillaron en la intimidad. Me confesó que le había dado duro nuestra separación, que sus padres la habían tratado tan mal, que, por eso… sospechaba, nunca ha podido tener un orgasmo, ni siquiera con Philip, su esposo, que era ginecólogo.
Sí, se había casado y vivía en el extranjero.
Dos días después le mostré los cuadernos de poemas. Nos habíamos citado en la plazoleta del Banco de la República a las cuatro de la tarde para despedirnos. Philip la acompañaba. Era un bigotudo serio, pero amable; de zapatos, traje, corbata y acento italiano, por supuesto.
Con lágrimas pasaba cada una de las hojas que medio leía y constató, por mis poemas, que jamás la había dejado de pensar ni de amar. Que había vivido por ella y para ella. Entonces, en un arranque inesperado se me tiró a los brazos y me comió a besos. Supongo que el pobre Philip casi muere de infarto, mientras yo moría de la dicha.
Mayi se quedó a vivir conmigo, pero la luna de miel acabó pronto. Después del amor y la ternura nos aburríamos; la cotidianidad horadó nuestros días; los pocos pesos que obtenía pintando bodegones por encargo no alcanzaban y había días apremiantes que ella no estaba dispuesta a soportar. Además, su familia apenas se enteró de nuestra relación armó rollo. Un día Mayi se fue para Cali a trabajar y empezó a venir los fines de semana. Así disfrutábamos del amor y la complicidad sin los tormentos de la convivencia. Fue una buena estrategia. El sexo con una amante es exigente y recursivo, con la pareja que duermes todos los días es un acto más de la cotidianidad, un chiste que no causa risa, me decía.
Pero ahora la noticia de que se volvía para Italia a casa de su ex marido, me desgarraba. Sentía que no era capaz de vivir sin ella, aunque en realidad ella no vivía conmigo hacía rato.
-Me tienes que confesar el secreto hermanita, ¿por qué vives con Julián? ¿Qué tiene este tipo que te tiene tan embobada? No me digas… ¡lo tengo! Cuando lo vea orinando te comprenderé, ¿cierto? Deja de reírte que te estoy preguntando en serio.
-El secreto de Julián es sencillo. Todos los días me sorprende su genialidad. Es tan recursivo, tan ingenioso, tan tierno…
-Pero si es un perdedor, ¡estás lela! ¡Despierta, mujer!
-No lo conoces. Es un ser especial, lleno de humor y locura vital. ¡Es un artista!
-Un día te vas a levantar y no vas a ver esa “locura vital” que tanto te encanta, entonces qué…
-Pues, ese día… me iré, supongo.
Morí un poco cuando Mayi dijo eso. Ellas no sabían que yo escuchaba su conversación. Había entrado despacio al apartamento con una flor robada en un jardín del vecindario para sorprenderla. Iba como la Pantera Rosa hacia la cocineta cuando me percaté que hablaban de mí, entonces me quedé quieto y lo escuché todo. Fue mortal.
Eso fue una tarde de enero creo, con llovizna en la ciudad. Volví a salir a la calle y fui a sentarme junto a la ventana de una cafetería universitaria desde donde podía ver el agua arrastrando basura sobre el asfalto.
La llovizna pronto se convirtió en aguacero, y el llanto del cielo fue mi tristeza. En mis dedos una taza de café con aguardiente y en el cenicero un Royal. Recuerdo que pensé con el corazón las dudas que me perseguían, y viví en carne viva la osadía del invierno sobre el jardín.
No pude evitar unas lágrimas en el rostro, era una tristeza profunda la que me embargaba. Nadie me miraba; aunque al otro lado del café, en la otra ventana, descubrí a una mujer desgranando en un cuadernillo sus inquietudes en soledad.
¿Qué es el amor? Alcancé a preguntarme ese día, como –seguramente– se lo han preguntado todos los enamorados del mundo cuando las penas les llegan; no quisiera creer las palabras del poeta aquel –no recuerdo cuál–, cuando dijo que el amor es un tatuaje invisible en el corazón, para recordarnos que un día fuimos felices.
Ponerme a pensar sobre el amor, ¡que cursilería!… pero amo tanto a Mayi, le he dado tanto, que si la pierdo… ¡Ay, Dios! Me muero. ¿Me habrá amado ella? ¿Habrá gozado esta convivencia como yo la he gozado? ¿Habrá tenido orgasmos conmigo? ¿Habré conquistado su corazón o su cuerpo, además de su curiosidad?, o será que sólo admiró mi firma de artista, la fama y el ulular de la efímera gloria.
¡Ay, Dios! ¿Y si la pierdo? ¿Qué pasará el día en que ella se dé cuenta de que soy más humano que el resto de los humanos? ¿El día en que mis actos ya no la sorprendan?
De alguna manera estaba advertido, pero me dio miedo enfrentar los hechos y en silencio viví mi procesión. Jamás le dije que había escuchado su conversación con su amiga, nada. Al contrario, me volví un amante patético para retenerla, hasta que suavecito, casi sin que yo me diera cuenta, ella se fue trasteando para Cali. Debí sospecharlo, hablar con ella, disipar sus dudas, confrontar mis miedos… pero no, no hice nada.
La lluvia sobre la ventana del taxi que me lleva al aeropuerto de Cali humedece mi alma con añoranzas. Debo llegar antes de que su vuelo salga para Italia, debo intentar detener a esta mujer por todos los medios a mi alcance. Perder a Mayi, que es todo en mi vida, me enloquece.
Marco Antonio Valencia
(Popayán, 1967). Autor de las novelas: «Oscuro por Claritas», «La Fiesta de Ayer» y «El Profesor Espantapájaros». De los libros de poesía: «Los versos de la Iguana» y «Extrañas mutaciones». En cuento ha publicado: «Leyendas extraordinarias de Popayán» e «Invisibles (niños de la calle)». Gestor cultural, columnista de prensa y tutor del Programa PTA para la transformación docente. Estudió Literatura y Lengua Española en la Universidad del Cauca y es Magister en Filología Hispánica del Instituto de la Lengua Española, de Madrid, España.
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