Lecciones no aprendidas: de desastres a desastres

LUIS EDUARDO LOBATO PAZ

Integrante del Centro Interdisciplinario de Estudios de la Región Pacífico Colombiana, CIER

Universidad Autónoma de Occidente

Cada 13 de noviembre, los medios de comunicación colombianos recrean de una manera grotesca los horrores que ocasionó la tragedia de Armero (Tolima). Suceso en el que esta población fue sepultada por una avalancha de lodo y un número aproximado de 26.000 personas murió. Este evento demostró la inexistencia de una infraestructura institucional que permitiera la gestión del riesgo, la coordinación de esfuerzos para la realización de censos de los damnificados, entrega de ayudas humanitarias y administración de los fondos para las tareas de reconstrucción de las poblaciones. Igual había sucedido con el terremoto que destruyó parte de la ciudad de Popayán dos años atrás, y en el que las empresas privadas y gobiernos extranjeros fueron los que financiaron y reconstruyeron gran parte de las edificaciones destruidas.

En el año 1994 una nueva avalancha afectó varios municipios de los departamentos del Cauca y Huila. Un movimiento combinado de un terremoto y la creciente del río Páez cobró la vida de cerca de 1.100 personas. El gobierno colombiano tuvo que crear una institución que se encargará del proceso de reconstrucción de la zona afectada, la cual se denominó “Corporación Nacional para la Reconstrucción de la Cuenca del Río Páez”. Más adelante pasaría a llamarse Nasa Kiwe, teniendo en cuenta que la mayoría de las personas afectadas pertenecía a la familia lingüística de los Nasa y se instaba a que en este proceso se tuvieran muy en cuenta sus características socio-culturales.

En el año 1999 un nuevo evento natural afectó el suelo colombiano: el terremoto de Armenia que dejó un saldo aproximado de 1.000 muertos y miles de viviendas y fincas destruidas. Este fenómeno telúrico develó la débil infraestructura hospitalaria con la que contaba el departamento del Quindío y la inexistencia de una entidad de orden nacional que se encargara de atender este tipo de emergencias. A las carreras se tuvo que crear un organismo para la administración de fondos para la reconstrucción, el cual fue conocido como FOREC (Fondo para la Reconstrucción del Eje Cafetero).

Tuvo que presentarse la estación invernal de 2011, que produjo una emergencia social y ambiental de grandes proporciones, para que el país contase por fin con una institución que coordinara la gestión del riesgo a nivel nacional. El 3 de noviembre de ese año se creó la UNGRD (Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres). Con la puesta en marcha de esta entidad se buscaba subsanar las fallas que había tenido el Sistema de Prevención de Desastres. Lo más importante de este paso fue la de asegurar al nuevo ente administrativo un mayor presupuesto y establecer un orden de responsabilidades a nivel departamental y municipal.

Si bien se contaba ya con un organismo de orden nacional para la gestión de desastres, la prolongación de la estación lluviosa durante el año 2012 aumentó el número de personas damnificadas y afectadas por las inundaciones y desastres de diverso origen. La UNGRD estimaba que en el año 2011 se habían afectado 1052 municipios, las personas afectadas pasaban de los 3000.000, las viviendas averiadas y destruidas ascendían a 500.000 y se registraba un número de 467 muertos.

En los años 2015 y 2017 dos poblaciones fueron semidestruidas por las avenidas torrenciales de ríos que bañaban su territorio. Nos referimos a Salgar (Antioquia) y Mocoa (Putumayo). En el primer caso el número de muertos fue de 93 y 782 personas afectadas, en el segundo caso se estima que el número de muertos pasa de 300 y 358 hectáreas del municipio resultaron afectadas.

Cuando se estaba terminando de escribir este artículo un nuevo desastre enlutó a habitantes de la ciudad de Manizales. Un deslizamiento de tierras en una zona de ladera provocó la muerte de 17 personas y afectó a 500 personas.

La descripción de esos desastres, y sobre todo, porque no están distantes en su ocurrencia, nos permite establecer que no aprendemos de los mismos. Cada temblor o terremoto que sacude al país, devela el atraso que tuvo el país para realizar estudios de zonificación sísmica y de las autoridades para exigir a los constructores el cumplimiento de las normas de sismorresistencia en sus edificaciones y para el trazado de vías. Muchas muertes se habrían podido y se pueden evitar si hay un cumplimiento de dicha normatividad.

Los deslizamientos y avalanchas descubren que de una manera irresponsable varias autoridades municipales autorizaron la construcción de barrios o unidades de vivienda en zonas de influencia de los ríos. Cada que se presenta una catástrofe se habla de reubicar estas zonas, pero no se hace nada por evitar que estos hechos se sucedan en otros municipios que tienen el mismo riesgo.

Una estación climática seca da lugar a numerosos incendios en los que se destruyen vastos territorios y por lo general las autoridades locales no tienen los equipos suficientes para conjurarlos rápidamente. Si es lluviosa, se descubre que la mayoría de las ciudades nuestras no cuentan con una infraestructura adecuada para absorber los aumentos de las aguas lluvias o que en las áreas rurales las áreas de protección de los ríos, humedales y ciénagas, han ido desapareciendo y que los diques de los ríos amenazan destrucción o no se completaron las obras de reconstrucción de los mismos tras eventos pasados.

Siendo realistas, estos hechos seguirán sucediéndose año tras año hasta que no se avance en materia de gestión del riesgo y se efectúen drásticos cambios para exigir el cumplimiento de reglamentaciones en materia urbanística y ambiental. Además, mientras no haya políticas públicas para atender a las personas en situación de desplazamientos y se generen mejores condiciones sociales y económicas para las personas del sector rural del país, seguirán llegando a las zonas de alta vulnerabilidad y serán presa de estos eventos trágicos.