Las casitas pequeñitas… ¡son un problema ambiental!

Por Elizabeth Gómez Etayo

Integrante del Centro Interdisciplinario de Estudios de la Región Pacífico Colombiana, CIER

Universidad Autónoma de Occidente

 

Siguiendo la línea de interpretación propuesta en mi anterior columna[1], en relación con la distancia que existe entre Universidad y sociedad, creo que otro indicador de la situación que vengo esbozando, es la falta de comprensión que subyace en la ciudadanía de a pie, de los problemas ambientales. La gente escucha decir que existe algo llamado “cambio climático”, “daño ambiental” y “crisis ambiental”, entre otros apelativos que describen el actual desgaste planetario; pero mucho me temo, que cuando escuchan hablar de estos aspectos, se representa en sus mentes un río contaminado, periodos inusuales de lluvia y calor, llamados inviernos y veranos, incendios forestales y cosas por el estilo. En consecuencia, se animan a ahorrar agua y luz, a no botar la basura en la calle (algunos) y pare de contar. Las prácticas cotidianas de cuidado ambiental, aún son muy escasas.

Además, difícilmente la gente, en general, puede relacionar que las casi seis mil personas viviendo en situación de calle en Cali –por ejemplo- y la inequidad social en su conjunto, son también un claro indicador de deterioro socioambiental. Y esta relación tampoco es que sea muy común en contextos académicos. Todavía nos falta relacionar mucho más los dañinos cambios ambientales en contextos urbanos. En particular, las condiciones de hábitat a las que están condenados los más pobres entre los pobres. Aquellos que se debaten entre vivir en ranchos en zonas de riesgo, la calle o las mal llamadas casas de interés social o personal, cuyas medidas se han venido reduciendo en las últimas décadas hasta llegar a 36 indignos metros cuadrados.

Así son las casas que el Gobierno está entregando. O mejor, como diría la gente que las habita, las casas con las que los están endeudando y donde los están confinando. Treinta seis metros cuatros que, para quienes no viven en ellas, dicen que son la mejor opción, frente a la posibilidad de vivir en un zona de asentamiento incompleto, en zona de alto riesgo, bien  sea por  deslizamiento o inundación, pero los moradores de tales indignas viviendas siempre dicen, en cuanta crónica periodística o relato urbano se haya compilado, que no caben. No caben ellos, ni  sus cosas, ni sus animales (que para ellos no son mascotas). Están apretados. Tienen solo un baño para 5, 6 u 11 personas. Tienen un solo cuarto, y a veces una sola cama para compartir entre todos. Parece ficción. Pero así vive gran parte de la población pobre, cuya pobreza se disimula en un barrio debidamente cuadriculado, cuya apariencia de amplitud esconde las precarias condiciones de vida cotidianas que viven sus pobladores.

Potrero Grande es un ejemplo de estas precarias e indignas condiciones de vida. La gente se las arregla, es cierto. Y poco a poco construye otro cuarto y otro baño en lo que era el patio. Luego funde una plancha y con otro esfuerzo otros dos cuartos en el segundo piso. Como no hay patio, en el antejardín se hace otra planchita y se ponen unas materas y algunas plantas o una mesa para jugar dominó, al lado un colgadero de ropa o se monta una vitrina con empanadas que se calientan con bombillo. En esas pequeñas casas funcionan negocios familiares, maquilas, soldaduras, ebanisterías, maquinitas, venta de licores, entre otra gran variedad de servicios. Estas casas pequeñitas donde vive la gente en Potrero grande – nombre de barrio que también indica el lugar que los constructores les reservaron a los pobladores- son un indicador de un gran problema socioambiental, además de discriminación e inequidad social. ¡El hábitat humano!, nada más y nada menos. La gente hace mil maromas para sobrevivir en esas casitas y al adentrarnos a sus vidas, es fácil percibir que nuestros problemas son socioambientales y son tan grandes como el Cerrejón o El Quimbo. Este problema socioambiental le está quitando al ser humano su dignidad. Le reduce su espacio vital y le obliga a una convivencia que al parecer no funciona. No gratuitamente, este barrio es catalogado hoy en día como el segundo más poblado y el segundo más violento de Cali.

Para comprender los orígenes de estas violencias, alimentadas en gran medida por el crimen organizado que se nutre de jóvenes ávidos de aventura, reconocimiento, dinero, poder y un lugar en la historia, debería pensarse en cómo fue conformado el barrio. Tal vez al tener en cuenta que sus moradores llegaron de disímiles zonas de las llamadas invasiones del nororiente caleño en los últimos diez años, rompiendo sus tejidos sociales previos, irrespetando sus procesos y obligándolos a un nuevo estilo de vida, también se pueda comprender que aquí realmente el remedio fue más grave que la enfermedad.

Se resolvió un problema: acabar con zonas de asentamiento, muchas de las cuales se han vuelto a poblar, pero se avivaron otros: más violencias y más pobreza estructural, inequidad que da cuenta de nuevos daños ambientales creados socialmente. Este desastre social-ambiental, no es natural, sino social. Y los creadores pasaron por universidades. En su diseño confluyeron arquitectos, ingenieros, administradores, trabajadores sociales, pero sobre todo, empresarios de la construcción ávidos de poder y dinero –como los jóvenes-, que sacan de la manga proyectos urbanísticos como conejos del sombrero del mago. No me cabe en la cabeza cuál fue el debate que dieron estos profesionales para definir que una casa de interés social puede ser de 36 metros cuadrados. ¿Pasarían por clases de constitución y ética? ¿Sabrán de derechos y deberes? ¿Qué pensarán de la dignidad humana? ¿Pasaría por sus cabezas que esas personas confinadas en Potrero grande, podrían vivir en las urbanizaciones del sur de la ciudad? O ¿creerán que los pobres no son dignos de vivir en el sur de la ciudad? ¿Racismo? ¿Clasismo? Y me sigo preguntando: ¿Quiénes son los clientes de tal cantidad de proyectos arquitectónicos que se erigen al sur de la ciudad? Si la llamada clase media no crece tanto como toda esta gran cantidad de pobres del nororiente y de las laderas, entonces,  ¿Quiénes están habitando todos estos conjuntos habitacionales que tienen el doble o el triple del tamaño de las casas de la comuna 21 de Cali, mientras allá, se devanan los sesos pensando cómo acomodar una familia extensa en ese pedacito de casa? Todas esas fracturas sobre lo que considero un problema ambiental, me indican que hay una nueva ruptura entre Universidad y sociedad. ¿Cómo juntar las partes?

[1] http://elpueblo.com.co/universidad-y-sociedad-brecha-insalvable/