Fusilamientos en Popayán: los quintados de San Camilo

Este escenario de San Camilo se encontraba situado en lo que para aquella época eran los extramuros de la ciudad, ubicado en la zona conocida como El Achiral.

Batalla de La Cuchilla de El Tambo en 1816; óleo de José María Espinoza Prieto. / Fotos suministradas – El Nuevo Liberal

La Quintada; óleo de José María Espinoza Prieto.

Por María Cecilia Velásquez López

Academia de Historia del Cauca

Especial para EL NUEVO LIBERAL

Entre las muchas catástrofes que originó el conflicto por la independencia de España, se cuenta la eliminación de una generación completa de hombres y mujeres que ofrendaron su vida por esta causa, tanto en la primera fase del proceso, en 1810, como en la definitiva, cuando se intentó la reconquista, entre 1814 y 1819.

Inscritos en las páginas referidas a estas etapas los nombres de algunos de estos seres quedaron por siempre inscritos en las páginas de estas etapas aciagas, pero otros, los integrantes rasos de las fuerzas patriotas combatientes, la tropa, los desposeídos que luchaban por el derecho a tener una patria libre del yugo peninsular, se adivinan más que verse, porque sus actos de heroísmo están relegados a la penumbra de la historia.

El valor de los testimonios simples, de crónicas sin pretensiones de grandes glorias para reconocimientos grandilocuentes, se presenta como la oportunidad de conocer en realidad las condiciones de penuria que rodearon las gestas libertarias. El relato de José María Espinoza Prieto, titulado ‘Memorias de un abanderado’, es el testimonio sencillo y fidedigno de un joven soldado que arriesgó su vida por los ideales de una patria con oportunidades distintas a las que hasta entonces había conocido. Entre sus avatares, relata el confinamiento en Popayán, en condiciones de penuria extrema, siempre con la amenaza del cadalso y sujeto a las prácticas de tortura y crueldad de los enemigos.

El convulsionado clima político de esta época originó las tragedias que marcaron para siempre el derrotero de Popayán, de donde se extrajo lo necesario para abastecer a las fuerzas en contienda. Fue saqueada en múltiples oportunidades (más de veinte), acabando con los recursos naturales y los ganados de las haciendas que la circundaban; estos abusos sumieron en la inopia a sus habitantes que debieron satisfacer las exigencias impuestas por los que comandaban los ejércitos.

Empréstitos forzosos representados en grandes cantidades de dinero y en provisiones de todo tipo, arruinaron las posibilidades de desarrollo de una región rica y fértil, lo cual puede asumirse como una bendición y a la vez como una maldición por la codicia que despertó en los que vieron en ella capacidades inagotables de explotación.

En condiciones de agotamiento extremo, tanto físico como mental, llegaron a Popayán, conducidos por fieros patianos, los derrotados integrantes del ejército patriota, capturados en la derrota sufrida en La Cuchilla de El Tambo, sucedida el 29 de junio de 1816. Cada uno de ellos fue un héroe, más aún si consideramos que eran superados abrumadoramente por las fuerzas de Sámano en proporción de dos a uno; el propio caudillo reconoció en estas huestes a un enemigo formidable. Fueron concentrados en los calabozos de la ciudad, 33 jóvenes oficiales entre los que se contaban José Hilario López, Pedro Alcántara Herrán, José María Espinoza Prieto y Alejo Sabaraín, el prometido de Policarpa Salavarrieta.

A falta de verdugo experto en ahorcamientos, tres de ellos fueron fusilados en la plazuela de San Camilo, sin proceso judicial y luego colgados en la horca. Se trató de Andrés Rosas, José España y Rafael Lataza. Este escenario de San Camilo se encontraba situado en lo que para aquella época eran los extramuros de la ciudad, ubicado en la zona conocida como El Achiral. Allí, en 1767, se establecieron los padres de la Orden de San Camilo de Lelis, más conocidos como ‘Camilos de la Buena Muerte’, una comunidad altamente apreciada por la población porque eran los encargados de auxiliarla en sus momentos de agonía, aplicando los sacramentos de la religión cristiana que todos practicaban y proporcionando también alimentos y medicinas en caso de que el enfermo presentara alguna posibilidad de recuperación.

Con su salida en 1808, a consecuencia del convulsionado clima político que precedió a la primera etapa de la independencia, el espacio fue utilizado para otros menesteres, como el de sitio de concentración para los prisioneros. En sus patios se llevaba a cabo la célebre quintada, acción por medio de la cual se decidía quiénes serían fusilados, según que en la numeración del personal les correspondiera el número cinco.

En varias ocasiones los prisioneros fueron sacados de sus calabozos con el fin de ponerlos frente al pelotón de fusileros que acabaría con sus existencias, sin embargo la muerte podría llegar también en forma de balota macabra marcada con la letra M, caso en el cual el portador debía salir de la fila y dirigirse a la humilde capilla que estaba a pocos pasos para rezar y despedirse de la vida. Tal fue el caso de la aparente condena del joven, casi niño, José Hilario López, quien estando ya alineado para recibir las descarga mortal de sus verdugos, fue salvado por un indulto de última hora que había promulgado el presidente de la Real Audiencia de Quito, Toribio Montes-Caloca y Pérez, militar español y caballero de la Orden de Santiago. Pasado el tiempo, siendo presidente de la República, López recordaba que este episodio había desafiado el equilibrio de su cordura.

Distintos destinos esperaban a los que consiguieron salvarse de este peligroso trance: José María Espinoza Prieto fue liberado merced al salvoconducto que le otorgó un poderoso benefactor anónimo y pasó a la historia como el pintor de las batallas de la independencia y autor de su célebre crónica ‘Memorias de un abanderado’; José Hilario López Valdez fue remitido en calidad de preso al regimiento de Santafé; una vez liberado siguió una vertiginosa carrera en la milicia, participando en los conflictos bélicos al frente de los ideales patrióticos hasta conseguir el nombramiento, a los 32 años, de general de brigada y comandante general de las fuerzas acantonadas en Popayán. Como presidente de la República en el período 1849-1853, abolió la oprobiosa institución de la esclavitud.

Pedro Alcántara Herrán-Martínez de Zaldúa ingresó en las luchas libertarias, al igual que José Hilario López, a los 14 años y recibió de manos del libertador Simón Bolívar su grado de general, a la edad de 30 años. Por su destacada actuación en la llamada Guerra de los Supremos, que afectó particularmente la región suroccidental del actual territorio colombiano, recibió la postulación a la Presidencia de la República, dignidad que ejerció entre 1841 y 1845. En su mandato impulsó cambios en los programas de educación pública y fortaleció los desempeños del poder ejecutivo, gracias a lo cual pudo evitarse el surgimiento de nuevos conflictos en la ya maltrecha geografía física y política de la Nación.