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    El hechizo del Morro de Tulcán

    MARCO ANTONIO VALENCIA

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    El terremoto de Popayán en 1983 permitió descubrir entierros, sacar fantasmas y encontrar guacas. En una de esas casonas se encontró un baúl y en éste un manuscrito titulado “Resumen de la Historia de Popayán desde su origen hasta hoy”, que se atribuyó a la autoría del prócer ecuatoriano Pedro Fermín Cevallos, autor de “Resumen de la historia del Ecuador desde su origen hasta 1845” (editado en 1870). Suposición válida, porque el manuscrito estaba amarrado junto al libro mencionado. Era un cuaderno de letra legible y no estaba firmado, en papel amarillo y olor a orines de animal.

    El protagonista del libro se llamaba Ambato y era un indígena yanacona ecuatoriano que hablaba quechua, y cuando no estaba ebrio de chicha parecía sufrir de melancolía.

    Narraba el libro, que Sebastián de Belalcázar fundó la ciudad de Ambato (Ecuador) en honor a un santo, en el año de 1535. Que Belalcázar trajo consigo un grupo de indígenas hacia lo que hoy es Colombia, en busca de El Dorado, y que fue el mismo Adelantado quien le enseñó hablar español y bautizó con el nombre de Ambato, por su procedencia.

    Que después de caminar años, el indígena fue el encargado de decirle a Belalcázar que la hondonada donde habían instalado la villa de Ampudia eran tierras pertenecientes al cacique Payán, al que los indios de la zona le decían Pop Payán, o señor Payán. Y que para ganarse la amistad del cacique y sus indios, era mejor nombrar la villa como Popayán.

    Que a Belalcázar le causó tanta gracia la facilidad de Ambato para nombrar, que le pidió bautizar con sus vocablos quechuas los ríos, montañas y estancias cercanas. Y fue así como el indígena ecuatoriano dio nombre a muchos sitios de nuestra comarca: Cauca, Cajibio, Pisojé, Paispamba, Guambía, la Pamba, Pandiguando, Machángara…

    El libro narra que los colonos españoles, por tradición se limitaban a dar órdenes, ver el paisaje, ir a misa y enamorar mujeres; y que por lo tanto, Ambato y sus compañeros fueron los que trazaron y construyeron la ciudad con sus propias manos. Que fueron ellos, los ecuatorianos, los que inventaron “el estilo Popayán” de casonas con aljibes y patios con hornos de ladrillo, fachadas y balcones blanqueadas con cal, rejas de bronce y hierro forjado en las ventanas. Que fueron ecuatorianos los que llenaron las iglesias con obras de arte en madera, piedra y metales varios. Que fueron sus carpinteros los encargados de hacer las andas y tallar los santos para las procesiones de Semana Santa.

    Y se lamenta el autor del manuscrito al descubrir, pasados los años, que no hay ni una sola placa para rendir homenaje a los ecuatorianos que nombraron y construyeron la ciudad. Y, sin desconocer que la historia y fama de Popayán está en sus presidentes, poetas, intelectuales y próceres… le extraña sobremanera que ninguno de ellos tenga apellido indígena; y sospecha con indignación, que el aporte cultural de los ecuatorianos a la ciudad blanca ha sido ninguneado.

    Pero resulta, dice el libro, que Ambato y su familia, pensando en que eso podría ocurrir, además de los quechuismos para nombrar los ejidos de la ciudad, con malicia indígena construyeron el monumento más emblemático de toda Popayán: El Morro de Tulcán.

    El Morro de Tulcán, termina el libro, es una pirámide que nos recuerda a todos que esta ciudad llamada Popayán fue cofundada y construida por ecuatorianos descendientes de los incas, junto a un puñado de españoles que buscaban El Dorado. Hasta ahí el libro.

    Ahora bien, otra leyenda complementa esta tradición. Dicen los que cuentan, que El Morro fue una montañita tallada a pica y pala para convertirla en pirámide por los quechua-hablantes. Un lugar de oración y silencio para sentarse a ver la tarde o las madrugadas, en la contemplación del paisaje, el cielo y el universo. Quién allí acuna sus sueños, son sueños realizados; lo dicen los miles de turistas que vienen desde todas partes del mundo so pretexto de asistir a la semana santa. Por años, muchas personas han excavado buscando guacas en las entrañas; pero nada, porque el verdadero tesoro de El Morro está en la inspiración que las personas pueden alcanzar, viendo un atardecer desde allí. Incluso, para que el conjuro sea eficaz, dicen, hay que declamar o leer un poema mágico titulado “Hay un instante” del maestro Guillermo Valencia, que comienza: “Hay un instante en el crepúsculo que las cosas brillan más, fugaz momento palpitante de una morosa intensidad…”

    **Nota: esta ficción hace parte del libro inédito: ‘Popayán, ciudad letrada. Nuevas leyendas de la ciudad blanca’, de Marco Antonio Valencia Calle.