El carguío, una logia

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Los tres soltaron lagrimones. Los vi llorando como niños chiquitos. No era para menos. Casi una centena de “cargueros”, todos ellos “pelicanos”, se habían reunido para despedir al “veterano”, que según el código no escrito, no volvería a “cargar” en las procesiones. ¿Logia? Sí, porque se reúnen en torno a mantener vivo el espíritu cultural y religioso de siglos y siglos. Clientela masculina que unida persevera en esa institución cerrada, cuyo objetivo es conservar sus tradiciones, debido a la mística de la Fundación Junta Pro Semana Santa. Logia porque, tanto los rituales de iniciación como de culminación son muy exigentes, pues requieren que la persona deba hacer grandes sacrificios, con tal de demostrar la devoción que puede resultar absurda cuando está mal “cotejado”. Solamente varones pueden poseer los pergaminos de mayor sabor tradicional en la ciudad. El niño nacido en hogar payanés, antes de entrar a la escuela, aprende a hablar, caminar y el “carguío”. Son las primeras enseñanzas del pequeño “patojo”.

Por eso, si Dianita y Mirta, hija y esposa de “Manuso” no tuvieran la limitante de ser mujeres, ya tendrían en sus hombros esos fibromas -“callosidades”- que enorgullecen al “carguero”.

El premio de consolación, para una joven mujer es ser “ñapanga” o “regidora”.

En sus 60 años de existencia, Manuel Tobar, magulló sus hombros durante 45, sin contar que lució: túnico, alpargatas y alcayata “cargando en las procesiones chiquitas”. De su padre y abuelo heredó ese hábito solo para “machos”. Por eso, padre esposa e hija, de sus ojos enrojecidos brotaron lágrimas, igual que las montañas lloran cuando se les cortan las palmas de sus tallos. No era para menos, estaban rodeados de esa cofradía de “barrotes” y “síndicos” que les entregaron sendos pergaminos y placas con expresivas frases de cariño. Declaraciones muy animadas, hablando de “andas”; llamándose frecuentemente por sus crudos apodos – ingeniosos algunos – haciéndose bromas infantiles entre sí, seguidas por exageradas y muy estruendosas carcajadas; otros actuando a cierta distancia, pero observando todo para halagar constantemente sus viejas y repetidas anécdotas. En los rituales de “enforzada”, como en este singular evento, cualquiera tomaría como una “lambonería” hacia quien deja el carguío. En esos aquelarres mono sexuales, no falta “el chorro” de agua “bendita de Belén”-esa belleza que no da guayabo-. Además, de la típica comida payanesa, acompasada por una “chirimía” interpretada también, por hombres que pertenecen a la misma logia católica.

Todo lo anterior, como preámbulo a la imposición de la “Orden de la Alcayata”, acto que constituye el máximo honor a cambio de desfilar llevando en hombros la imagen de cristo, colocada sobre una plataforma de madera de ocho barrotes, carteras, maderas preciosas, conchas de carey, nácar marfil, tagua, además de plata y otros metales, trabajadas exquisitamente por los ebanistas u orfebres de la ciudad.

“Manuso”, ya no escuchará el redoble de tambores, toques de corneta, ni el pueblo en pleno. Ya no sentirá la sinfonía de la música sacra al ritmo del paso lento pero seguro, del hombro a hombro, de hombre a hombre, sudorosos todos por las calles de esta vieja ciudad. Ahora, brillará la alcayata de oro sobre su pecho.