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    Editorial: Ojo con la violencia contra las mujeres en el Cauca

    Un ejercicio académico realizado hace varios años en la Universidad Nacional, dejó para la posteridad la siguiente pregunta: Si las mujeres son las que crían a los hijos (varones o hembras) en sus primeros años, ¿por qué sigue habiendo tanto machismo enfermizo en Colombia? Buena pregunta, aún sin respuesta.

    En el año 2016 en Colombia se presentaron más de 50 mil denuncias de malos tratos de violencia intrafamiliar, el 86% de las denuncias fueron de las mujeres y de todos los casos, el 67 por ciento se trata de violencia de pareja.

    Según el reciente informe de Forensis, la violencia contra las mujeres se expresa en diversas formas y espacios de convivencia. Si bien se trata de un problema que afecta de manera individual a quienes la padecen, debe entenderse como un fenómeno estructural con repercusiones sociales múltiples. El hecho de que las mujeres a menudo tengan vínculos afectivos con el hombre que las maltrata y dependan económicamente de él, ejerce gran influencia sobre la dinámica del maltrato y las estrategias para hacerle frente.

    Ahora, según refiere Forensis, podemos decir que Cauca no ocupa los primeros lugares en las estadísticas de violencia de género, pero eso no quiere decir que su situación no sea alarmante.

    Cuando un hombre, cegado por la obsesión y por los celos, agrede brutalmente a una mujer que no quiere nada con él, o la asesina cruelmente, el problema deja de ser asunto de pareja para volverse un padecimiento colectivo, un trastorno social.

    Lamentable que en las últimas horas toda esa disertación social haya caído de lleno en el Cauca, donde cinco mujeres fueron víctimas de los violentos, atacadas y asesinadas con sevicia por desalmados individuos. Puerto Saija, Timbiquí y PiedraSentada, El Patía fueron los escenarios de estos macabros hechos que dejan al descubierto la desprotección de género por parte de las autoridades, en especial en lugares apartados como los nombrados previamente.




    Cuando hechos como estos se vuelven más frecuentes y más brutales, es el síntoma inequívoco de que la sociedad está padeciendo una grave enfermedad moral y emocional, que convierte paradigmas enraizados de machismo y orgullo viril en una obsesión controladora que se manifiesta en la violencia.

    Estos apegos obsesivos, que debido a los esquemas sociales machistas se manifiestan más en los hombres, no son muestras de amor, sino del trastorno que sufren las personas posesivas y controladoras, que se vuelven peligrosas cuando la víctima comienza a contrariar sus caprichos o exigencias.

    El problema es que muchas veces las mujeres están enredadas en una telaraña de presiones emocionales que les impide ver la verdadera naturaleza del “amor” de su pareja, hasta cuando ya es muy tarde.

    Los hombres obsesivos, controladores y celosos al extremo padecen de un trastorno mental grave que no puede justificarse con argumentos compasivos.

    Aquí pierde toda validez ese refrán tan repetido que dice que “entre marido y mujer nadie se debe meter”, pues son los padres, familiares cercanos o amigos de las víctimas quienes mejor pueden darse cuenta de la obsesión agresiva que las amenaza y que con su afecto y franqueza pueden desactivar.

    Los padres, sobre todo, no pueden abandonar su tarea de proteger y orientar a sus hijas jóvenes.

    Es preciso también que las autoridades y las entidades que se ocupan de la familia y la mujer fortalezcan y extiendan su función orientadora y protectora, evitando el camino fácil de desestimar las denuncias de las mujeres y creer con todo se arregla con campañas.

    A la comunidad en general le corresponde igualmente asumir su responsabilidad de no permitir un caso más de agresión contra las mujeres.