Editorial: El desplazamiento interno forzado

En nuestra edición dominical registramos con estadísticas entregadas por la Red de Información Nacional -RNI-, que las cifras del desplazamiento forzado han disminuido en el Cauca. Sin embargo, dicho estudio deja en claro que tras la firma del acuerdo de paz con las Farc, el narcotráfico, la minería ilegal y el resurgimiento de grupos armados ilegales vienen presionando a las comunidades étnicas y líderes sociales para que abandonen su territorio como mecanismo de protección.

En el mes de febrero de 2017, según el reporte de la Unidad de Manejo y Análisis de Información Colombia, UMAIC, se presentaron dos situaciones de desplazamiento y confinamiento de comunidades de la costa pacífica caucana, como consecuencia de “la presencia y accionar de hombres armados desconocidos en su territorio”.

Así mismo, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, OCHA Colombia reportó que “el 19 de mayo de 2017, 105 afrocolombianos (36 familias) de la comunidad de San Isidro de López de Micay se desplazaron al casco urbano del municipio por operativos de la Fuerza Pública contra cultivos de uso ilícito y minería ilegal en la zona”. Lo anterior no es más que solo un ejemplo de las situaciones humanitarias que aunque ya no son suscitadas por el conflicto armado con las Farc, siguen afectando en gran proporción a la población civil.

Ahora, las estadísticas que son algo alentadoras para el departamento del Cauca, no lo son para otras regiones del país y aplicadas para otras circunstancias políticas, sociales y económicas. En tal sentido, hace poco se conoció un nuevo estudio y datos estadísticos de desplazamiento interno forzado en el mundo y Colombia aparece como el segundo país del orbe en el que más se presenta este drama, superado solo por Siria, que vive una dantesca guerra interna.
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Colombia, infortunadamente, a lo largo de su vida republicana ha vivido en forma recurrente un desplazamiento interno cuasi permanente. Aquí tal fenómeno no ha sido producto de un proceso intensivo, no ha estado circunscrito a períodos cortos; sus víctimas no pertenecen a una etnia en particular, ni a una religión, ni a una clase social específica, es un fenómeno extensivo, recurrente, diluido en el tiempo, más invisible que visible, más silencioso que sonoro, producto de las múltiples formas de violencia que padecemos y que hacen que los desplazados a lo largo de nuestra historia busquen mimetizarse, sobrevivir a determinados hechos y circunstancias.

Por esa razón, nuestro desplazamiento interno forzado es heterogéneo, difícil de medir, no se inscribe en los modelos y marcos de otras experiencias contemporáneas vividas en el planeta como fue el caso de los Balcanes, el de Europa oriental, el de África Central, el de Siria, el de Irak o el de Afganistán.

El desplazamiento interno forzado colombiano es recurrente. El que hubo en los años 50 y 60 hacia las grandes ciudades, que forma parte de la memoria y el recuerdo de muchas familias y poblaciones se quedó sin resolver pero fue ahogado en la conciencia colectiva por el que se produjo en los años 70, 80 y 90, cuando surgieron nuevos y agresivos actores del conflicto armado interno; éste, a su vez, fue diluido por el padecido en lo que va corrido del siglo XXI.

Todos esos desplazamientos silenciosos han sido como colonizaciones urbanas que se superponen una sobre otra, pilares de la desordenada creación de muchos barrios y asentamientos subnormales en nuestras ciudades que han producido reconfiguraciones urbanas, transformaciones demográficas, económicas, sociales, culturales, políticas. Pero el ansia de mimetizarse que alimenta a los desplazados internos no ha logrado sobreponerse a otro problema que es muy grave: provoca exclusión urbana, intolerancia, inequidades, dificultades múltiples para integrarse a las ciudades.

El desplazamiento interno es otra catástrofe humanitaria nacional sin solución, sin atención adecuada, que sufre el estigma de la indiferencia ciudadana.