Destruir, destruir y destruir

Horacio Dorado, columnista

HORACIO DORADO

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Una construcción de varias alturas están incrustando dentro de una solariega casona del Centro Histórico. Es un irrespeto con Popayán.  Tremenda irreverencia con este rincón payanés, que lleva años registrando historia. Muy cerca del majestuoso Monasterio construido en 1570, bajo la custodia de la Fundación Franciscana, y la orientación de Fray Jodoco Rinquer, situado en la calle cuarta entre carreras 10 y 11. En ese lugar, representativo del resumen histórico y cultural del sur del país y de la presencia colonial; allí donde sus salones y corredores exhalan pasado manteniendo el estilo de épocas de gloria; exactamente allí, están horadando el corazón y el espíritu de la ciudad.

Recorriendo sus céntricas cuadras, entendemos porqué la imagen que proyecta Popayán, es atribuida a la elegancia de su estilo colonial.  Parte de su valor, son sus nueve iglesias con sus cúpulas y campanarios, con esa arquitectura que llama poderosamente la atención de los visitantes. En cada esquina del centro histórico nos cruzamos con capillas o templos adornados con hermosos vitrales, retablos y tallas religiosas. Este admirable exceso de templos coloniales nos recuerda el papel que ha jugado la iglesia católica en la conformación de la ciudad a lo largo de su historia.

Ahora, quítenle esa mezcla de historia y religiosidad que se combina en la ciudad. Túmbenle los portalones y las techumbres.  Píntenle sus muros de colorines a la ciudad blanca para que vean en que queda. Popayán es una ciudad de iglesias. Una muestra de ello: La Ermita, La Catedral, Santo Domingo, San Agustín, San Francisco, Santo Domingo, La Encarnación, el Carmen y Belén, esta última, con una gran cruz de piedra con inscripciones en las que se implora el favor divino contra los mortales enemigos de la ciudad: el comején, los rayos, los terremotos y esa plaga devastadora: “constructores de la destrucción”.

Varios de mis artículos registran la ruina en cadena con el contagioso virus de: destruir, destruir y destruir. Han hecho tanto por dañar la ciudad y, de tal manera, que lo que queda es poco. Caminando y oteando las múltiples puertecillas, esparcidas por el centro de la ciudad que dan rienda suelta a almacencillos de pacotilla, testimonian la demolición de las plantas bajas de Popayán.

El empotramiento del “adefesio” que no edificio, dentro de un caserón antiguo, en una relación de espacios y organización de los mismos, aunque modernos, pero girando adentro de un patio con característica propia de la arquitectura colonial, es el modelo actual de la época del asombro en que vivimos.

Preservar edificaciones antiguas, es una posibilidad limitada, aunque la ley ampara el estilo colonial, la incumplen.  Así es que, casas y caserones, quedan en manos de negociantes de propiedad raíz. Y, ante la falta de voluntad política para establecer un efectivo mecanismo de protección, solamente nos queda decir: adiós al viejo Popayán. Que mi generación con mucha nostalgia, solo recuerde: Así era Popayán.

La ciudad de nuestros antepasados, construida con tanto esmero, duerme ahora ese sueño fantasmal del recuerdo, que al caminarla se percibe un olor impreciso.