Cuando se sientan posiciones

ANDRES MAURICIO MUÑOZ

@AndresMauri_Mun

Este sábado, pese a que tuve un día atiborrado de reunio­nes, pude presenciar un hecho en cierta forma cotidiano pero también un poco insólito. Como tenía un espacio de trein­ta minutos entre una reunión y otra, decidí salir corriendo a hacer una diligencia bancaria. Entonces me vi trotando por la calle como si alguien corriera tras de mí para azararme más el día. Cuando llegué al banco me reconfortó ver poca gente; es de­cir, no más de diez personas, que esperaban turnos para trámites en diferentes ventanillas.

Una de las personas era un hombre de gorra que de seguro acababa de cruzar los treinta años. También había dos señoras más que discutían en voz baja por un asunto familiar, una disputa con un tío que jamás habían logrado dirimir. Entonces saqué mi telé­fono para ver de qué me había perdido mientras corría, si había algún acontecimiento en redes so­ciales que demandara mi atención o algún video viral que mereciera ser compartido. Unos minutos después, cuando comenzaba a angustiarme un poco el hecho de que mi turno no llegaba, entraron unos policías. Una oficial se me acercó y me pidió que no mirara el teléfono; es por seguridad, acla­ró, para después darse la vuelta y caminar alrededor de la oficina. Las señoras del asunto familiar irresoluble no siguieron discu­tiendo, como si la presencia de los uniformados hubiera por fin zan­jado el asunto. Otro oficial miró alternativamente hacia las cajas y a las personas que estábamos ahí sentados, condenados a la absolu­ta inactividad; entonces, después de hacer un gesto de desdén, clavó su mirada en el tipo de la gorra. Caballero, me hace el favor y me colabora con la gorra; entonces el caballero arrugó las cejas, des­concertado. Luego balbuceó una respuesta que no pude entender. Acto seguido el oficial repitió con más énfasis su petición, a lo que el hombre contestó que no se la iba a quitar porque le parecía un requerimiento absurdo. Los tres oficiales, porque llegó uno más a sumarse, después de rodearlo le explicaron que eran políticas de seguridad del banco, cuyo objetivo era el de garantizar que las cáma­ras registraran sin ningún proble­ma los rostros de las personas. Por si pasa algo, caballero, mencionó la oficial, se consultan los videos y las cachuchas impiden buena visi­bilidad. El tipo siguió explicando que no se la quitaría, porque la go­rra era parte de su indumentaria, porque no tenía sentido, porque llevaba varios años como cliente y esto jamás había representado ningún tipo de problema.

Uno de los oficiales, molesto, le advirtió que estaba entrando en desacato, que reconsiderara su posición; entonces el hombre se quitó por un par de segundos la gorra, miró hacia todos lados y después comentó que ya todas las cámaras habían registrado su rostro en detalle, en caso de ocurrir algo podrían identificar­lo. Pero los oficiales, aferrados al otro extremo del absurdo al que se aferraba el hombre, insistían en que todo el tiempo de perma­nencia en la oficina requería no llevar la gorra puesta; para que las cámaras lo registren todo el tiem­po, caballero, explicaban exaspe­rados. Entonces el hombre se giró su cachucha para que la visera quedara hacia atrás; luego abrió los brazos en señal de compla­cencia. Pero los oficiales se sin­tieron desafiados y comenzaron a perder los estribos. En ese mo­mento eran cinco, que parecían contener el impulso de arrojarse y someterlo. Pero esa contención fue débil y se abalanzaron sobre él como si se tratara de un terrorista. Hubo forcejeo, gritos de la gente. Después la subgerente consideró prudente salir de su cubículo y les espetó a los oficiales que esa no era una medida de seguridad del banco, que ahí sí era permitido portar gorras y cachuchas. Pero los oficiales no escuchaban, ocu­pados como estaban en someter al hombre y sacarlo a rastras.

Todo esto me llevó a pensar en lo ilógico que se ve todo des­de la barrera; quiero decir que cuando se asumen posturas ra­dicales, cuando se sientan posi­ciones, no nos damos cuenta del momento en que cruzamos el umbral del absurdo, perdemos la noción de aquella zona vacía que dejamos en el medio, entre las diferentes perspectivas. Y ahí me quedé un rato, sin importar mi reunión, sin que nada más me perturbara el día.