50 años de Macondo

DIEGO FERNANDO SÁNCHEZ VIVAS

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“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Esta pieza magistral de la literatura y que inicia la gesta del realismo mágico encarnado en ‘Cien años de soledad’ del Nobel colombiano Gabriel García Márquez, se terminó de imprimir el 30 de mayo de 1967 y se publicó el 5 de junio de ese mismo año, hace 5 décadas.

Cuando aquel catequeño de mirada penetrante, maneras suaves y acento tropical escuchó su obra literaria leída al otro lado del mar por cientos de miles de habitantes de la Tierra, y su rostro aparecer hasta en el último rincón del mundo, comprendió que la vida le estaba obsequiando un regalo imposible, el destino de la inmortalidad. Pensó entonces en su niñez incierta en un lejano y polvoriento paraje de la Costa Caribe Colombiana, rodeado de fantasmas vivientes que se asomaban por estrechas ventanas de viejas casas de estructuras frágiles y quebradizas como en la novela de Rulfo. Pensó en su llegada a Bogotá una ciudad fría, plomiza, gris que le arrancó más de una lágrima, tan ajena a su trópico. Recordó sus primeras lecturas, Conrad, Kafka, el viejo Faulkner, Hemingway, el gran poeta Rubén Darío. Recordó el estropicio del 9 de abril de 1948 en Bogotá, una ciudad destruida y las turbas enfurecidas por el asesinato de su líder Jorge Eliecer Gaitán.

Sintió nuevamente el escalofrío de la incertidumbre y la mordacidad de la pobreza cuando tuvo que empeñar el secador de su amada Mercedes para enviar en dos partes los manuscritos originales de ‘Cien años de Soledad’. Recordó entonces la belleza inverosímil de Remedios, la sucesión interminable de los descendientes de los Aurelianos y los José Arcadios, las piedras de los ríos de sus años de infancia que se asomaban como huevos prehistóricos, la fortaleza bíblica de Ursula Iguarán que como un hecho premonitorio imposible también falleció como su creador un jueves santo, y vio un inmenso jardín adornado de almendros y visitado por miles de mariposas amarillas. Recordó igualmente el día memorable en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Se vio a sí mismo en Estocolmo en la primavera de 1982, con un traje blanco rodeado de sus más cercanos amigos, ovacionado por la crítica mundial escuchando el himno nacional de Colombia y recibiendo el Premio Nobel de Literatura.

Entonces pensó: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, y se dijo así mismo: “30 de mayo de 1967-30 de mayo de 2017, cincuenta años ya, que vaina como pasa el tiempo”.